CARTA
APOSTÓLICA MULIERIS DIGNITATEM
DEL SUMO
PONTÍFICE JUAN PABLO II
SOBRE LA
DIGNIDAD Y LA VOCACIÓN DE LA MUJER
CON
OCASIÓN DEL AÑO MARIANO
Venerables
Hermanos,
amadísimos
hijos e hijas,
salud y
Bendición Apostólica
I
INTRODUCCIÓN
Un signo
de los tiempos
1.
LA DIGNIDAD DE LA MUJER y su vocación, objeto constante de la reflexión
humana y cristiana, ha asumido en estos últimos años una importancia muy
particular. Esto lo demuestran,
entre otras cosas, las intervenciones del Magisterio de la Iglesia, reflejadas
en varios documentos del Concilio Vaticano II, que en el Mensaje final afirma:
«Llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en
plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso,
un poder jamás alcanzados hasta ahora. Por eso, en este momento en que la
humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del
Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad no decaiga».(1) Las palabras de
este Mensaje resumen lo que ya se había expresado en el Magisterio conciliar,
especialmente en la Constitución Pastoral Gaudium et spes(2) y en el Decreto
Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los
seglares.(3)
Tomas de
posición similares se habían manifestado ya en el período preconciliar, por
ejemplo, en varios discursos del Papa Pío XII (4) y en la Encíclica Pacem in
terris del Papa Juan XXIII.(5) Después del Concilio Vaticano II, mi predecesor
Pablo VI expresó también el alcance de este «signo de los tiempos», atribuyendo
el título de Doctoras de la Iglesia a Santa Teresa de Jesús y a Santa Catalina
de Siena,(6) y además instituyendo, a petición de la Asamblea del Sínodo de los
Obispos en 1971, una Comisión especial cuya finalidad era el estudio de los
problemas contemporáneos en relación con la «efectiva promoción de la dignidad y
de la responsabilidad de las mujeres».7 Pablo VI, en uno de sus discursos, decía
entre otras cosas: «En efecto, en el cristianismo, más que en cualquier otra
religión, la mujer tiene desde los orígenes un estatuto especial de dignidad,
del cual el Nuevo Testamento da testimonio en no pocos de sus importantes
aspectos (...); es evidente que la mujer está llamada a formar parte de la
estructura viva y operante del Cristianismo de un modo tan prominente que acaso
no se hayan todavía puesto en evidencia todas sus
virtualidades».(8)
Los
Padres de la reciente Asamblea del Sínodo de los Obispos (octubre de 1987), que
fue dedicada a «la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo a
los veinte años del Concilio Vaticano II», se ocuparon nuevamente de la dignidad
y de la vocación de la mujer. Entre otras cosas, abogaron por la profundización
de los fundamentos antropológicos y teológicos necesarios para resolver los
problemas referentes al significado y dignidad del ser mujer y del ser hombre.
Se trata de comprender la razón y las consecuencias de la decisión del Creador
que ha hecho que el ser humano pueda existir sólo como mujer o como varón.
Solamente partiendo de estos fundamentos, que permiten descubrir la profundidad
de la dignidad y vocación de la mujer, es posible hablar de la presencia activa
que desempeña en la Iglesia y en la sociedad.
Esto es
lo que deseo tratar en el presente Documento. La Exhortación postsinodal, que se
hará pública después de éste, presentará las propuestas de carácter pastoral
sobre el cometido de la mujer en la Iglesia y en la sociedad, sobre las que los
Padres sinodales han hecho importantes consideraciones, teniendo también en
cuenta los testimonios de los Auditores seglares —tanto mujeres como hombres—
provenientes de las Iglesias particulares de todos los
continentes.
El Año
Mariano
2.
El último Sínodo se ha desarrollado durante el Año Mariano, lo cual
ofrece un particular impulso para afrontar este tema, como lo indica también la
Encíclica Redemptoris Mater.(9) Esta Encíclica desarrolla y actualiza la
enseñanza del Concilio Vaticano II contenida en el capítulo VIII de la
Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia. Dicho capítulo lleva un
título significativo: «La Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el Misterio
de Cristo y de la Iglesia». María —esta «mujer» de la Biblia (cf. Gén 3, 15; Jn
2, 4; 19, 26)— pertenece íntimamente al misterio salvífico de Cristo y por esto
está presente también de un modo especial en el misterio de la Iglesia. Puesto
que «la Iglesia es en Cristo como un sacramento (...) de la unión íntima con
Dios y de la unidad de todo el género humano»,(10) la presencia especial de la
Madre de Dios en el Misterio de la Iglesia nos hace pensar en el vínculo
excepcional entre esta «mujer» y toda la familia humana. Se trata aquí de todos
y cada uno de los hijos e hijas del género humano, en los que, en el transcurso
de las generaciones, se realiza aquella herencia fundamental de la humanidad
entera, unida al misterio del principio bíblico: «creó, pues, Dios al ser humano
a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó» (Gén 1,
27).(11)
Esta
eterna verdad sobre el ser humano,hombre y mujer —verdad que está también
impresa de modo inmutable en la experiencia de todos— constituye en nuestros
días el misterio que sólo en el «Verbo encarnado encuentra verdadera luz (...).
Cristo desvela plenamente el hombre al hombre y le hace consciente de su
altísima vocación», como enseña el Concilio.(12) En este «desvelar el hombre al
hombre» ¿no se debe quizás descubrir un puesto particular para aquella «mujer»
que fue la Madre de Cristo? El mensaje de Cristo, contenido en el Evangelio, que
tiene como fondo toda la Escritura, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento,
¿no puede quizá decir mucho a la Iglesia y a la humanidad sobre la dignidad y la
vocación de la mujer?
Precisamente
ésta quiere ser la trama del presente Documento, que se sitúa en el más amplio
contexto del Año Mariano, mientras nos encaminamos hacia el final del segundo
milenio del nacimiento de Cristo y el inicio del tercero. Por otra parte, me ha
parecido lo más conveniente dar a este documento el estilo y el carácter de una
meditación.
II
MUJER -
MADRE DE DIOS (THEOTÓKOS)
Unión
con Dios
3.
«Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de
mujer». Con estas palabras de la Carta a los Gálatas (4, 4) el apóstol Pablo
relaciona entre sí los momentos principales que determinan de modo esencial el
cumplimiento del misterio «preestablecido en Dios» (cf. Ef 1,9). El Hijo,Verbo
consubstancial al Padre, nace como hombre de una mujer cuando llega «la plenitud
de los tiempos». Este acontecimiento nos lleva al punto clave en la historia del
hombre en la tierra, entendida como historia de la salvación. Es significativo
que el Apóstol no llama a la Madre de Cristo con el nombre propio de «María»,
sino que la llama «mujer», lo cual establece una concordancia con las palabras
del Protoevangelio en el Libro del Génesis (cf. 3, 15). Precisamente aquella
«mujer» está presente en el acontecimiento salvífico central, que decide la
«plenitud de los tiempos» y que se realiza en ella y por medio de
ella.
De esta
manera inicia el acontecimiento central, acontecimiento clave en la historia de
la salvación: la Pascua del Señor. Sin embargo, quizás vale la pena considerarlo
a partir de la historia espiritual del hombre entendida de un modo más amplio,
como se manifiesta a través de las diversas religiones del mundo. Citamos aquí
las palabras del Concilio Vaticano II: «Los hombres esperan de las diversas
religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que,
ayer como hoy, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el
sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué es el pecado? ¿Cuál es
el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera
felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y cuál la retribución después de la
muerte? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve
nuestra existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos?».(13) «Ya
desde la antigüedad y hasta nuestros días se encuentra en los distintos pueblos
una cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que se halla presente en la
marcha de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces
también el conocimiento de la suma Divinidad e incluso del
Padre».(14)
Desde la
perspectiva de este vasto panorama, que pone en evidencia las aspiraciones del
espíritu humano a la búsqueda de Dios —a veces casi como «caminando a tientas»
(cf. Act 17, 27)—, la «plenitud de los tiempos», de la que habla Pablo en su
Carta, pone de relieve la respuesta de Dios mismo «en el cual vivimos, nos
movemos y existimos» (cf. Act 17, 28). Este es el Dios que «muchas veces y de
muchos modos habló en el pasado a nuestros padres por medio de los Profetas; en
estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (cf. Heb 1, 1-2). El
envío de este Hijo, consubstancial al Padre, como hombre «nacido de mujer»,
constituye el punto culminante y definitivo de la autorrevelación de Dios a la
humanidad. Esta autorrevelación posee un carácter salvífico, como enseña en otro
lugar el Concilio Vaticano II: «Quiso Dios con su bondad y sabiduría revelarse a
Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9): por Cristo, la
Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el
Padre y participar de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18;2 Pe 1,
4)».(15)
La mujer
se encuentra en el corazón mismo de este acontecimiento salvífico. La
autorrevelación de Dios, que es la inescrutable unidad de la Trinidad, está
contenida, en sus líneas fundamentales, en la anunciación de Nazaret. «Vas a
concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús.
Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo». «¿Cómo será esto puesto que no
conozco varón?» «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo
de Dios (...) ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1, 31.
37).(16)
Es fácil
recordar este acontecimiento en la perspectiva de la historia de Israel —el
pueblo elegido del cual es hija María—, aunque también es fácil recordarlo en la
perspectiva de todos aquellos caminos en los que la humanidad desde siempre
busca una respuesta a las preguntas fundamentales y, a la vez, definitivas que
más le angustian. ¿No se encuentra quizás en la Anunciación de Nazaret el
comienzo de aquella respuesta definitiva, mediante la cual Dios mismo sale al
encuentro de las inquietudes del corazón del hombre?(17) Aquí no se trata
solamente de palabras reveladas por Dios a través de los Profetas, sino que con
la respuesta de María realmente «el Verbo se hace carne» (cf. Jn 1, 14).De esta
manera, María alcanza tal unión con Dios que supera todas las expectativas del
espíritu humano. Supera incluso las expectativas de todo Israel y, en
particular, de las hijas del pueblo elegido, las cuales, basándose en la
promesa, podían esperar que una de ellas llegaría a ser un día madre del Mesías.
Sin embargo, ¿quién podía suponer que el Mesías prometido sería el «Hijo del
Altísimo»? Esto era algo difícilmente imaginable según la fe monoteísta
veterotestamentaria. Solamente en virtud del Espíritu Santo, que «extendió su
sombra» sobre ella, María pudo aceptar lo que era «imposible para los hombres,
pero posible para Dios» (cf. Mc 10, 27).
Theotókos
4.
De esta manera «la plenitud de los tiempos» manifiesta la dignidad
extraordinaria de la «mujer». Esta dignidad consiste, por una parte, en la
elevación sobrenatural a la unión con Dios en Jesucristo, que determina la
finalidad tan profunda de la existencia de cada hombre tanto sobre la tierra
como en la eternidad. Desde este punto de vista, la «mujer» es la representante
y arquetipo de todo el género humano, es decir, representa aquella humanidad que
es propia de todos los seres humanos, ya sean hombres o mujeres. Por otra parte,
el acontecimiento de Nazaret pone en evidencia un modo de unión con el Dios
vivo, que es propio sólo de la «mujer», de María, esto es, la unión entre madre
e hijo. En efecto, la Virgen de Nazaret se convierte en la Madre de
Dios.
Esta
verdad, asumida desde el principio por la fe cristiana, tuvo una formulación
solemne en el Concilio de Efeso (a. 431).(18) En contraposición a Nestorio, que
consideraba a María exclusivamente como madre de Jesús-hombre, este Concilio
puso de relieve el significado esencial de la maternidad de la Virgen María. En
el momento de la Anunciación, pronunciando su «fiat», María concibió un hombre
que era Hijo de Dios, consubstancial al Padre. Por consiguiente, es
verdaderamente la Madre de Dios, puesto que la maternidad abarca toda la persona
y no sólo el cuerpo, así como tampoco la «naturaleza» humana. De este modo, el
nombre «Theotókos» —Madre de Dios— viene a ser el nombre propio de la unión con
Dios, concedido a la Virgen María.
La unión
particular de la «Theotókos» con Dios, —que realiza del modo más eminente la
predestinación sobrenatural a la unión con el Padre concedida a todos los
hombres («filii in Filio»)— es pura gracia y, como tal, un don del Espíritu. Sin
embargo, y mediante una respuesta desde la fe, María expresa al mismo tiempo su
libre voluntad y, por consiguiente, la participación plena del «yo» personal y
femenino en el hecho de la encarnación. Con su «fiat» María se convirtió en el
sujeto auténtico de aquella unión con Dios que se realizó en el Misterio de la
encarnación del Verbo consubstancial al Padre. Toda la acción de Dios en la
historia de los hombres respeta siempre la voluntad libre del «yo» humano. Lo
mismo acontece en la anunciación de Nazaret.
«Servir
quiere decir reinar»
5.
Este acontecimiento posee un claro carácter interpersonal: es un diálogo.
No lo comprendemos plenamente si no situamos toda la conversación entre el ángel
y María en el saludo: «llena de gracia».(19) Todo el diálogo de la anunciación
revela la dimensión esencial del acontecimiento: la dimensión sobrenatural
(***). Pero la gracia no prescinde nunca de la naturaleza ni la anula, antes
bien la perfecciona y la ennoblece. Por lo tanto, aquella «plenitud de gracia»
concedida a la Virgen de Nazaret, en previsión de que llegaría a ser
«Theotókos», significa al mismo tiempo la plenitud de la perfección de lo «que
es característico de la mujer», de «lo que es femenino». Nos encontramos aquí,
en cierto sentido, en el punto culminante, el arquetipo de la dignidad personal
de la mujer.
Cuando
María, la «llena de gracia», responde a las palabras del mensajero celestial con
su «fiat», siente la necesidad de expresar su relación personal ante el don que
le ha sido revelado diciendo: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1, 38). A esta
frase no se la puede privar ni disminuir de su sentido profundo, sacándola
artificialmente del contexto del acontecimiento y de todo el contenido de la
verdad revelada sobre Dios y sobre el hombre. En la expresión «esclava del
Señor» se deja traslucir toda la conciencia que María tiene de ser criatura en
relación con Dios. Sin embargo, la palabra «esclava», que encontramos hacia el
final del diálogo de la Anunciación, se encuadra en la perspectiva de la
historia de la Madre y del Hijo. De hecho, este Hijo, que es el verdadero y
consubstancial «Hijo del Altísimo», dirá muchas veces de sí mismo, especialmente
en el momento culminante de su misión: «El Hijo del hombre no ha venido a ser
servido, sino a servir» (Mc 10, 45).
Cristo
es siempre consciente de ser el «Siervo del Señor», según la profecía de Isaías
(cf. 42, 1; 49, 3. 6; 52, 13), en la cual se encierra el contenido esencial de
su misión mesiánica: la conciencia de ser el Redentor del mundo. María, desde el
primer momento de su maternidad divina, de su unión con el Hijo que «el Padre ha
enviado al mundo, para que el mundo se salve por él» (cf. Jn 3, 17), se inserta
en el servicio mesiánico de Cristo.(20) Precisamente este servicio constituye el
fundamento mismo de aquel Reino, en el cual «servir» (...) quiere decir
«reinar».(21) Cristo, «Siervo del Señor», manifestará a todos los hombres la
dignidad real del servicio, con la cual se relaciona directamente la vocación de
cada hombre.
De esta
manera, considerando la realidad mujer-Madre de Dios, entramos del modo más
oportuno en la presente meditación del Año Mariano. Esta realidad determina
también el horizonte esencial de la reflexión sobre la dignidad y sobre la
vocación de la mujer. Al pensar, decir o hacer algo en orden a la dignidad y
vocación de la mujer, no se deben separar de esta perspectiva el pensamiento, el
corazón y las obras. La dignidad de
cada hombre y su vocación correspondiente encuentran su realización definitiva
en la unión con Dios. María —la mujer de la Biblia— es la expresión más completa
de esta dignidad y de esta vocación. En efecto, cada hombre —varón o mujer—
creado a imagen y semejanza de Dios, no puede llegar a realizarse fuera de la
dimensión de esta imagen y semejanza.
III
IMAGEN Y
SEMEJANZA DE DIOS
Libro
del Génesis
6.
Hemos de situarnos en el contexto de aquel «principio» bíblico según el
cual la verdad revelada sobre el hombre como «imagen y semejanza de Dios»
constituye la base inmutable de toda la antropología cristiana.(22) «Creó pues
Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los
creó» (Gén 1, 27 ). Este conciso fragmento contiene las verdades antropológicas
fundamentales: el hombre es el ápice de todo lo creado en el mundo visible, y el
género humano, que tiene su origen en la llamada a la existencia del hombre y de
la mujer, corona todo la obra de la creación; ambos son seres humanos en el
mismo grado, tanto el hombre como la mujer; ambos fueron creados a imagen de
Dios. Esta imagen y semejanza con Dios, esencial al ser humano, es transmitida a
sus descendientes por el hombre y la mujer, como esposos y padres: «Sed fecundos
y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gén 1, 28). El Creador confía
el «dominio» de la tierra al género humano, a todas las personas, tanto hombres
como mujeres, que reciben su dignidad y vocación de aquel «principio»
común.
En el
Génesis encontramos aún otra descripción de la creación del hombre —varón y
mujer (cf. 2, 18-25)— de la que nos ocuparemos a continuación. Sin embargo, ya
desde ahora, conviene afirmar que de la reflexión bíblica emerge la verdad sobre
el carácter personal del ser humano. El hombre —ya sea hombre o mujer— es
persona igualmente; en efecto, ambos, han sido creados a imagen y semejanza del
Dios personal. Lo que hace al hombre semejante a Dios es el hecho de que —a
diferencia del mundo de los seres vivientes, incluso los dotados de sentidos
(animalia)— sea también un ser racional (animal rationale).(23) Gracias a esta
propiedad, el hombre y la mujer pueden «dominar» a las demás criaturas del mundo
visible (cf. Gén 1, 28).
En la
segunda descripción de la creación del hombre (cf. Gén 2, 18-25) el lenguaje con
el que se expresa la verdad sobre la creación del hombre, y especialmente de la
mujer, es diverso, y en cierto sentido menos preciso; es, podríamos decir, más
descriptivo y metafórico, más cercano al lenguaje de los mitos conocidos en
aquel tiempo. Sin embargo, no existe una contradicción esencial entre los dos
textos. El texto del Génesis 2, 18-25 ayuda a la comprensión de lo que
encontramos en el fragmento conciso del Génesis 1, 27-28 y, al mismo tiempo, si
se leen juntos, nos ayudan a comprender de un modo todavía más profundo la
verdad fundamental, encerrada en el mismo, sobre el ser humano creado a imagen y
semejanza de Dios, como hombre y mujer.
En la
descripción del Génesis (2, 18-25) la mujer es creada por Dios «de la costilla»
del hombre y es puesta como otro «yo», es decir, como un interlocutor junto al
hombre, el cual se siente solo en el mundo de las criaturas animadas que lo
circunda y no halla en ninguna de ellas una «ayuda» adecuada a él. La mujer,
llamada así a la existencia, es reconocida inmediatamente por el hombre como
«carne de su carne y hueso de sus huesos» (cf. Gén 2, 25) y por eso es llamada
«mujer». En el lenguaje bíblico este nombre indica la identidad esencial con el
hombre: ‘is - issah, cosa que, por lo general, las lenguas modernas,
desgraciadamente, no logran expresar. «Esta será llamada mujer (‘issah), porque
del varón (‘is) ha sido tomada» (Gén 2, 25).
El texto
bíblico proporciona bases suficientes para reconocer la igualdad esencial entre
el hombre y la mujer desde el punto de vista de su humanidad.(24) Ambos desde el
comienzo son personas, a diferencia de los demás seres vivientes del mundo que
los circunda. La mujer es otro «yo» en la humanidad común. Desde el principio
aparecen como «unidad de los dos», y esto significa la superación de la soledad
original, en la que el hombre no encontraba «una ayuda que fuese semejante a él»
(Gén 2, 20). ¿Se trata aquí solamente de la «ayuda» en orden a la acción, a
«someter la tierra» (cf. Gén 1, 28)? Ciertamente se trata de la compañera de la
vida con la que el hombre se puede unir, como esposa, llegando a ser con ella
«una sola carne» y abandonando por esto a «su padre y a su madre» (cf. Gén 2,
24). La descripción «bíblica» habla, por consiguiente, de la institución del
matrimonio por parte de Dios en el contexto de la creación del hombre y de la
mujer, como condición indispensable para la transmisión de la vida a las nuevas
generaciones de los hombres, a la que el matrimonio y el amor conyugal están
ordenados: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gén 1,
28).
Persona
- Comunión - Don
7.
Penetrando con el pensamiento el conjunto de la descripción del Libro del
Génesis 2, 18-25, e interpretándola a la luz de la verdad sobre la imagen y
semejanza de Dios (cf. Gén 1, 26-27), podemos comprender mejor en qué consiste
el carácter personal del ser humano, gracias al cual ambos —hombre y mujer— son
semejantes a Dios. En efecto, cada hombre es imagen de Dios como criatura
racional y libre, capaz de conocerlo y amarlo. Leemos además que el hombre no
puede existir «solo» (cf. Gén 2, 18); puede existir solamente como «unidad de
los dos» y, por consiguiente, en relación con otra persona humana. Se trata de
una relación recíproca, del hombre con la mujer y de la mujer con el hombre. Ser
persona a imagen y semejanza de Dios comporta también existir en relación al
otro «yo». Esto es preludio de la definitiva autorrevelación de Dios, Uno y
Trino: unidad viviente en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo.
Al
comienzo de la Biblia no se dice esto de modo directo. El Antiguo Testamento es,
sobre todo, la revelación de la verdad acerca de la unicidad y unidad de Dios.
En esta verdad fundamental sobre Dios, el Nuevo Testamento introducirá la
revelación del inescrutable misterio de su vida íntima. Dios, que se deja
conocer por los hombres por medio de Cristo, es unidad en la Trinidad: es unidad
en la comunión. De este modo se proyecta también una nueva luz sobre aquella
semejanza e imagen de Dios en el hombre de la que habla el Libro del Génesis. El
hecho de que el ser humano, creado como hombre y mujer, sea imagen de Dios no
significa solamente que cada uno de ellos individualmente es semejante a Dios
como ser racional y libre; significa además que el hombre y la mujer, creados
como «unidad de los dos» en su común humanidad, están llamados a vivir una
comunión de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la comunión de amor que
se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la
única vida divina. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —un solo Dios en la
unidad de la divinidad— existen como personas por las inexcrutables relaciones
divinas. Solamente así se hace comprensible la verdad de que Dios en sí mismo es
amor (cf. 1 Jn 4, 16).
La
imagen y semejanza de Dios en el hombre, creado como hombre y mujer (por la
analogía que se presupone entre el Creador y la criatura), expresa también, por
consiguiente, la «unidad de los dos» en la común humanidad. Esta «unidad de los
dos», que es signo de la comunión interpersonal, indica que en la creación del
hombre se da también una cierta semejanza con la comunión divina
(«communio»). Esta semejanza se da
como cualidad del ser personal de ambos, del hombre y de la mujer, y al mismo
tiempo como una llamada y tarea. Sobre la imagen y semejanza de Dios, que el
género humano lleva consigo desde el «principio», se halla el fundamento de todo
el «ethos» humano. El Antiguo y el Nuevo Testamento desarrollarán este «ethos»,
cuyo vértice es el mandamiento del amor .(25)
En la
«unidad de los dos» el hombre y la mujer son llamados desde su origen no sólo a
existir «uno al lado del otro», o simplemente «juntos», sino que son llamados
también a existir recíprocamente, «el uno para el otro».
De esta
manera se explica también el significado de aquella «ayuda» de la que se habla
en el Génesis 2, 18-25: «Voy a hacerle una ayuda adecuada». El contexto bíblico
permite entenderlo también en el sentido de que la mujer debe «ayudar» al
hombre, así como éste debe ayudar a aquella; en primer lugar por el hecho mismo
de «ser persona humana», lo cual les permite, en cierto sentido, descubrir y
confirmar siempre el sentido integral de su propia humanidad. Se entiende
fácilmente que —desde esta perspectiva fundamental— se trata de una «ayuda» de
ambas partes, que ha de ser «ayuda» recíproca. Humanidad significa llamada a la
comunión interpersonal. El texto del Génesis 2, 18-25 indica que el matrimonio
es la dimensión primera y, en cierto sentido, fundamental de esta llamada. Pero
no es la única. Toda la historia del hombre sobre la tierra se realiza en el
ámbito de esta llamada. Basándose en el principio del ser recíproco «para» el
otro en la «comunión» interpersonal, se desarrolla en esta historia la
integración en la humanidad misma, querida por Dios, de lo «masculino» y de lo
«femenino». Los textos bíblicos, comenzando por el Génesis, nos permiten
encontrar constantemente el terreno sobre el que radica la verdad sobre el
hombre, terreno sólido e inviolable en medio de tantos cambios de la existencia
humana.
Esta
verdad concierne también a la historia de la salvación. A este respecto es
particularmente significativa una afirmación del Concilio Vaticano II. En el
capítulo sobre la «comunidad de los hombres», de la Constitución pastoral
Gaudium et spes, leemos: «El Señor, cuando ruega al Padre que “todos sean uno,
como nosotros también somos uno” (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas
a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas
divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta
semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha
amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega
sincera de sí mismo a los demás».(26)
Con
estas palabras el texto conciliar presenta sintéticamente el conjunto de la
verdad sobre el hombre y sobre la mujer (verdad que se delinea ya en los
primeros capítulos del Libro del Génesis) como estructura de la antropología
bíblica y cristiana. El ser humano —ya sea hombre o mujer— es el único ser entre
las criaturas del mundo visible que Dios Creador «ha amado por sí mismo»; es,
por consiguiente, una persona. El ser persona significa tender a su realización
(el texto conciliar habla de «encontrar su propia plenitud»), cosa que no puede
llevar a cabo si no es «en la entrega sincera de sí mismo a los demás». El
modelo de esta interpretación de la persona es Dios mismo como Trinidad, como
comunión de Personas. Decir que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de
este Dios quiere decir también que el hombre está llamado a existir «para» los
demás, a convertirse en un don.
Esto
concierne a cada ser humano, tanto mujer como hombre, los cuales lo llevan a
cabo según su propia peculiaridad. En el ámbito de la presente meditación acerca
de la dignidad y vocación de la mujer, esta verdad sobre el ser humano
constituye el punto de partida indispensable. Ya el Libro del Génesis permite
captar, como un primer esbozo, este carácter esponsal de la relación entre las
personas, sobre el que se desarrollará a su vez la verdad sobre la maternidad,
así como sobre la virginidad, como dos dimensiones particulares de la vocación
de la mujer a la luz de la Revelación divina. Estas dos dimensiones encontrarán
su expresión más elevada en el cumplimiento de la «plenitud de los tiempos» (cf.
Gál 4, 4), esto es, en la figura de la «mujer» de Nazaret:
Madre-Virgen.
Antropomorfismo
del lenguaje bíblico
8.
La presentación del hombre como «imagen y semejanza de Dios», así como
aparece inmediatamente al comienzo de la Sagrada Escritura, reviste también otro
significado. Este hecho constituye la clave para comprender la Revelación
bíblica como manifestación de Dios sobre sí mismo. Hablando de sí, ya sea «por
medio de los profetas, ya sea por medio del Hijo» hecho hombre (cf. Heb 1, 1-2),
Dios habla un lenguaje humano, usa conceptos e imágenes humanas. Si este modo de
expresarse está caracterizado por un cierto antropomorfismo, su razón está en el
hecho de que el hombre es «semejante» a Dios, esto es, creado a su imagen y
semejanza. Consiguientemente, también Dios es, en cierta medida, «semejante» al
hombre y, precisamente basándose en esta similitud, puede llegar a ser conocido
por los hombres. Al mismo tiempo, el lenguaje de la Biblia es suficientemente
preciso para mostrar los límites de la «semejanza», los límites de la
«analogía». En efecto, la revelación bíblica afirma que si bien es verdadera la
«semejanza» del hombre con Dios, es aún más esencialmente verdadera la
«no-semejanza»,(27) que distingue toda la creación del Creador. En definitiva,
para el hombre creado a semejanza de Dios, el mismo Dios es aquél «que habita en
una luz inaccesible» (1 Tim 6, 16): Él es el «Diverso» por esencia, el
«totalmente Otro».
Esta
observación sobre los límites de la analogía —límites de la semejanza del hombre
con Dios en el lenguaje bíblico— se debe tener muy en cuenta también cuando, en
diversos lugares de la Sagrada Escritura (especialmente del Antiguo Testamento),
encontramos comparaciones que atribuyen a Dios cualidades «masculinas» o también
«femeninas». En ellas podemos ver la confirmación indirecta de la verdad de que
ambos, tanto el hombre como la mujer, han sido creados a imagen y semejanza de
Dios. Si existe semejanza entre el Creador y las criaturas, es comprensible que
la Biblia haya usado expresiones que le atribuyen cualidades tanto «masculinas»
como «femeninas».
Queremos
referirnos aquí a varios textos característicos del profeta Isaías: «Pero dice
Sión: “Yahveh me ha abandonado, el Señor me ha olvidado” ¿Acaso olvida una mujer
a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas
llegasen a olvidar, yo no te olvido» (49, 14-15). Y en otro lugar: «Como uno a
quien su madre le consuela, así yo os consolaré (y por Jerusalén seréis
consolados)» (Is 66, 13). También en los Salmos Dios es parangonado a una madre
solícita: «No, mantengo mi alma en paz y silencio como niño destetado en el
regazo de su madre. ¡Como niño
destetado está mi alma en mí! ¡Espera, Israel, en Yahveh desde ahora y por
siempre!» (Sal 131 [130], 2-3). En diversos pasajes el amor de Dios, siempre
solícito para con su Pueblo, es presentado como el amor de una madre: como una
madre Dios ha llevado a la humanidad, y en particular a su pueblo elegido, en el
propio seno, lo ha dado a luz en el dolor, lo ha nutrido y consolado (cf. Is 42,
14; 46, 3-4). El amor de Dios es presentado en muchos pasajes como amor
«masculino» del esposo y padre (cf. Os 11, 1-4; Jer 3, 4-19), pero a veces
también como amor «femenino» de la madre.
Esta
característica del lenguaje bíblico, su modo antropomórfico de hablar de Dios,
indica también, indirectamente, el misterio del eterno «engendrar», que
pertenece a la vida íntima de Dios. Sin embargo, este «engendrar» no posee en sí
mismo cualidades «masculinas» ni «femeninas». Es de naturaleza totalmente
divina. Es espiritual del modo más perfecto, ya que «Dios es espíritu» (Jn 4,
24) y no posee ninguna propiedad típica del cuerpo, ni «femenina» ni
«masculina». Por consiguiente, también la «paternidad» en Dios es completamente
divina. libre de la característica corporal «masculina», propia de la paternidad
humana. En este sentido el Antiguo Testamento hablaba de Dios como de un Padre y
a él se dirigía como a un Padre.
Jesucristo, que se dirigía a Dios llamándole «Abba-Padre» (Mc 14, 36)
—por ser su Hijo unigénito y consubstancial—, y que situó esta verdad en el
centro mismo del Evangelio como normativa de la oración cristiana, indicaba la
paternidad en este sentido ultracorporal, sobrehumano, totalmente divino.
Hablaba como Hijo, unido al Padre por el eterno misterio del engendrar divino, y
lo hacía así siendo al mismo tiempo Hijo auténticamente humano de su Madre
Virgen.
Si bien
no se pueden atribuir cualidades humanas a la generación eterna del Verbo de
Dios, ni la paternidad divina tiene elementos «masculinos» en sentido físico,
sin embargo se debe buscar en Dios el modelo absoluto de toda «generación» en el
mundo de los seres humanos. En este sentido —parece— leemos en la Carta a los
Efesios: «Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en
el cielo y en la tierra» (3, 14-15). Todo «engendrar» en la dimensión de las
criaturas encuentra su primer modelo en aquel engendrar que se da en Dios de
modo completamente divino, es decir, espiritual. A este modelo absoluto,
no-creado, se asemeja todo el «engendrar» en el mundo creado. Por consiguiente,
lo que en el engendrar humano es propio del hombre o de la mujer —esto es, la
«paternidad» y la «maternidad» humanas— lleva consigo la semejanza, o sea, la
analogía con el «engendrar» divino y con aquella «paternidad» que en Dios es
«totalmente diversa»: completamente espiritual y divina por esencia. En cambio,
en el orden humano el engendrar es propio de la «unidad de los dos»: ambos son
«progenitores», tanto el hombre como la mujer.
IV
EVA -
MARÍA
El
«principio» y el pecado
9.
«Constituído por Dios en un estado de santidad, el hombre, tentado por el
Maligno, desde los comienzos de la historia abusó de su libertad, erigiéndose
contra Dios y anhelando conseguir su fin fuera de Dios».(28) Con estas palabras
la enseñanza del último concilio evoca la doctrina revelada sobre el pecado y,
en particular, sobre aquel primer pecado, que es el «original». El «principio»
bíblico —la creación del mundo y del hombre en el mundo— contiene en sí al mismo
tiempo la verdad sobre este pecado, que puede ser llamado también el pecado del
«principio» del hombre sobre la tierra. Aunque la narración del Libro del
Génesis sobre este hecho está expresada de forma simbólica, como en la
descripción de la creación del hombre como varón y mujer (cf. Gén 2, 15-25),
desvela sin embargo lo que hay que llamar «el misterio del pecado» y, más
propiamente aún, «el misterio del mal» en el mundo creado por
Dios.
No es
posible entender el «misterio del pecado» sin hacer referencia a toda la verdad
acerca de la «imagen y semejanza» con Dios, que es la base de la antropología
bíblica. Esta verdad muestra la
creación del hombre como una donación especial por parte del Creador, en la que
están contenidos no solamente el fundamento y la fuente de la dignidad esencial
del ser humano —hombre y mujer— en el mundo creado, sino también el comienzo de
la llamada de ambos a participar de la vida íntima de Dios mismo. A la luz de la
Revelación, creación significa también comienzo de la historia de la salvación.
Precisamente en este comienzo el pecado se inserta y configura como contraste y
negación.
Se puede
decir, paradójicamente, que el pecado presentado en el Génesis (c. 3) es la
confirmación de la verdad acerca de la imagen y semejanza de Dios en el hombre,
si esta verdad significa libertad, es decir, la voluntad libre de la que el
hombre puede usar eligiendo el bien o de la que puede abusar eligiendo el mal
contra la voluntad de Dios. No
obstante, en su significado esencial, el pecado es la negación de lo que es Dios
—como Creador— en relación con el hombre, y de lo que Dios quiere desde el
comienzo y siempre para el hombre. Creando el hombre y la mujer a su propia
imagen y semejanza Dios quiere para ellos la plenitud del bien, es decir, la
felicidad sobrenatural, que brota de la participación de su misma vida.
Cometiendo el pecado, el hombre rechaza este don y al mismo tiempo quiere llegar
a ser él mismo «como Dios, conociendo el bien y el mal» (cf. Gén 3, 5), es
decir, decidiendo sobre el bien y el mal independientemente de Dios, su Creador.
El pecado de los orígenes tiene su «medida» humana, su metro interior, en la
voluntad libre del hombre, y lleva consigo además una cierta característica
«diabólica»,(29) como lo pone claramente de relieve el Libro del Génesis (3,
1-5). El pecado provoca la ruptura de la unidad originaria, de la que gozaba el
hombre en el estado de justicia original: la unión con Dios como fuente de la
unidad interior de su propio «yo», en la recíproca relación entre el hombre y la
mujer («communio personarum»), y, por último, en relación con el mundo exterior,
con la naturaleza.
La
descripción bíblica del pecado original en el Génesis (c. 3) en cierto modo
«distribuye los papeles» que en él han tenido la mujer y el hombre. A ello harán
referencia más tarde algunos textos de la Biblia como, por ejemplo, la Carta de
S. Pablo a Timoteo: «Porque Adán
fue formado primero y Eva en segundo lugar. Y el engañado no fue Adán, sino la
mujer» (1 Tim 2, 13-14). Sin embargo, no cabe duda de que —independientemente de
esta «distribución de los papeles» en la descripción bíblica— aquel primer
pecado es el pecado del hombre, creado por Dios varón y mujer. Este es también
el pecado de los «progenitores» y a ello se debe su carácter hereditario. En
este sentido lo llamamos «pecado original».
Este
pecado, como ya se ha dicho, no se puede comprender de manera adecuada sin
referirnos al misterio de la creación del ser humano —hombre y mujer— a imagen y
semejanza de Dios. Mediante esta relación se puede comprender también el
misterio de aquella «no-semejanza» con Dios, en la cual consiste el pecado y que
se manifiesta en el mal presente en la historia del mundo; aquella
«no-semejanza» con Dios, «el único bueno» (cf. Mt 19, 17), que es la plenitud
del bien. Si esta «no-semejanza» del pecado con Dios, santidad misma, presupone
la «semejanza» en el campo de la libertad y de la voluntad libre, se puede decir
que, precisamente por esta razón, la «no-semejanza» contenida en el pecado es
más dramática y más dolorosa. Además, es necesario admitir que Dios, como
Creador y Padre, es aquí agraviado, «ofendido», y ofendido ciertamente en el
corazón mismo de aquella donación que pertenece al designio eterno de Dios en su
relación con el hombre.
Al mismo
tiempo, sin embargo, también el ser humano —hombre y mujer— es herido por el mal
del pecado del cual es autor. El texto del Libro del Génesis (c. 3) lo muestra con las palabras con las
que claramente describe la nueva situación del hombre en el mundo creado. En
dicho texto se muestra la perspectiva de la «fatiga» con la que el hombre habrá
de procurarse los medios para vivir (cf. Gén 3, 17-19), así como los grandes
«dolores» con que la mujer dará a luz a sus hijos (cf. Gén 3, 16). Todo esto, además, está marcado por la
necesidad de la muerte, que constituye el final de la vida humana sobre la
tierra. De este modo el hombre, como polvo, «volverá a la tierra, porque de ella
ha sido extraído»: «eres polvo y en polvo te convertirás» (cf. Gén 3, 19).
Estas
palabras son confirmadas generación tras generación. Pero esto no significa que
la imagen y la semejanza de Dios en el ser humano, tanto mujer como hombre, haya
sido destruída por el pecado; significa, en cambio, que ha sido «ofuscada» (30)
y, en cierto sentido, «rebajada». En efecto, el pecado «rebaja» al hombre, como
nos lo recuerda también el Concilio Vaticano II.(31) Si el hombre —por su misma
naturaleza de persona— es ya imagen y semejanza de Dios quiere decir que su
grandeza y dignidad se realizan en la alianza con Dios, en su unión con él, en
el tender hacia aquella unidad fundamental que pertenece a la «lógica» interna
del misterio mismo de la creación. Esta unidad corresponde a la verdad profunda
de todas las criaturas dotadas de inteligencia y, en particular, del hombre, el
cual ha sido elevado desde el principio entre las criaturas del mundo visible
mediante la eterna elección por parte de Dios en Jesús: «En Cristo (...) nos ha
elegido antes de la fundación del mundo (...) en el amor, eligiéndonos de
antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo según el
beneplácito de su voluntad» (cf. Ef 1, 4-6). La enseñanza bíblica en su conjunto
nos permite afirmar que la predestinación concierne a las personas humanas,
hombres y mujeres, a todos y a cada uno sin excepción.
«Él te
dominará»
10. La descripción
bíblica del Libro del Génesis delinea la verdad acerca de las consecuencias del
pecado del hombre, así como indica igualmente la alteración de aquella
originaria relación entre el hombre y la mujer, que corresponde a la dignidad
personal de cada uno de ellos. El hombre, tanto varón como mujer, es una persona
y, por consiguiente, «la única criatura sobre la tierra que Dios ha amado por sí
misma»; y al mismo tiempo precisamente esta criatura única e irrepetible «no
puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a
los demás».(32) De aquí surge la relación de «comunión», en la que se expresan
la «unidad de los dos» y la dignidad como persona tanto del hombre como de la
mujer. Por tanto, cuando leemos en la descripción bíblica las palabras dirigidas
a la mujer: «Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará» (Gén 3, 16),
descubrimos una ruptura y una constante amenaza precisamente en relación a esta
«unidad de los dos», que corresponde a la dignidad de la imagen y de la
semejanza de Dios en ambos. Pero esta amenaza es más grave para la mujer. En
efecto, al ser un don sincero y, por consiguiente, al vivir «para» el otro
aparece el dominio: «él te dominará». Este «dominio» indica la alteración y la
pérdida de la estabilidad de aquella igualdad fundamental, que en la «unidad de
los dos» poseen el hombre y la mujer; y esto, sobre todo, con desventaja para la
mujer, mientras que sólo la igualdad, resultante de la dignidad de ambos como
personas, puede dar a la relación recíproca el carácter de una auténtica
«communio personarum». Si la violación de esta igualdad, que es conjuntamente
don y derecho que deriva del mismo Dios Creador, comporta un elemento de
desventaja para la mujer, al mismo tiempo disminuye también la verdadera
dignidad del hombre. Tocamos aquí
un punto extremadamente delicado de la dimensión de aquel «ethos», inscrito
originariamente por el Creador en el hecho mismo de la creación de ambos a su
imagen y semejanza.
Esta
afirmación del Génesis 3, 16 tiene un alcance grande y significativo. Implica
una referencia a la relación recíproca del hombre y de la mujer en el
matrimonio. Se trata del deseo que nace en el clima del amor esponsal, el cual
hace que «el don sincero de sí misma» por parte de la mujer halle respuesta y
complemento en un «don» análogo por parte del marido. Solamente basándose en
este principio ambos —y en particular la mujer— pueden «encontrarse» como
verdadera «unidad de los dos» según la dignidad de la persona. La unión
matrimonial exige el respeto y el perfeccionamiento de la verdadera subjetividad
personal de ambos. La mujer no puede convertirse en «objeto» de «dominio» y de
«posesión» masculina. Las palabras del texto bíblico se refieren directamente al
pecado original y a sus consecuencias permanentes en el hombre y en la mujer.
Ellos, cargados con la pecaminosidad hereditaria, llevan consigo el constante
«aguijón del pecado», es decir, la tendencia a quebrantar aquel orden moral que
corresponde a la misma naturaleza racional y a la dignidad del hombre como
persona. Esta tendencia se expresa en la triple concupiscencia que el texto
apostólico precisa como concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y
soberbia de la vida (cf. 1 Jn 2, 16). Las palabras ya citadas del Génesis (3,
16) indican el modo con que esta triple concupiscencia, como «aguijón del
pecado», se dejará sentir en la relación recíproca del hombre y la
mujer.
Las
mismas palabras se refieren directamente al matrimonio, pero indirectamente
conciernen también a los diversos campos de la convivencia social: aquellas
situaciones en las que la mujer se encuentra en desventaja o discriminada por el
hecho de ser mujer. La verdad revelada sobre la creación del ser humano, como
hombre y mujer, constituye el principal argumento contra todas las situaciones
que, siendo objetivamente dañinas, es decir injustas, contienen y expresan la
herencia del pecado que todos los seres humanos llevan en sí. Los Libros de la
Sagrada Escritura confirman en diversos puntos la existencia efectiva de tales
situaciones y proclaman al mismo tiempo la necesidad de convertirse, es decir,
purificarse del mal y librarse del pecado: de cuanto ofende al otro, de cuanto
«disminuye» al hombre, y no sólo al que es ofendido, sino también al que ofende.
Este es el mensaje inmutable de la Palabra revelada por Dios. De esta manera se
explicita el «ethos» bíblico en toda su amplitud.(33)
En
nuestro tiempo la cuestión de los «derechos de la mujer» ha adquirido un nuevo
significado en el vasto contexto de los derechos de la persona humana.
Iluminando este programa, declarado constantemente y recordado de diversos
modos, el mensaje bíblico y evangélico custodia la verdad sobre la «unidad» de
los «dos», es decir, sobre aquella dignidad y vocación que resultan de la
diversidad específica y de la originalidad personal del hombre y de la mujer.
Por tanto, también la justa oposición de la mujer frente a lo que expresan las
palabras bíblicas «el te dominará» (Gén 3, 16) no puede de ninguna manera
conducir a la «masculinización» de las mujeres. La mujer —en nombre de la
liberación del «dominio» del hombre— no puede tender a apropiarse de las
características masculinas, en contra de su propia «originalidad» femenina.
Existe el fundado temor de que por este camino la mujer no llegará a
«realizarse» y podría, en cambio, deformar y perder lo que constituye su riqueza
esencial. Se trata de una riqueza enorme. En la descripción bíblica la
exclamación del primer hombre, al ver la mujer que ha sido creada, es una
exclamación de admiración y de encanto, que abarca toda la historia del hombre
sobre la tierra.
Los
recursos personales de la femineidad no son ciertamente menores que los recursos
de la masculinidad; son sólo diferentes. Por consiguiente, la mujer —como por su
parte también el hombre— debe entender su «realización» como persona, su
dignidad y vocación, sobre la base de estos recursos, de acuerdo con la riqueza
de la femineidad, que recibió el día de la creación y que hereda como expresión
peculiar de la «imagen y semejanza de Dios».
Solamente
de este modo puede ser superada también aquella herencia del pecado que está
contenida en las palabras de la Biblia: «Tendrás ansia de tu marido y él te
dominará». La superación de esta herencia mala es, generación tras generación,
tarea de todo hombre, tanto mujer como hombre. En efecto, en todos los casos en
los que el hombre es responsable de lo que ofende la dignidad personal y la
vocación de la mujer, actúa contra su propia dignidad personal y su propia
vocación.
Protoevangelio
11. El Libro del
Génesis da testimonio del pecado que es el mal del «principio» del hombre, así
como de sus consecuencias que desde entonces pesan sobre todo el género humano,
y al mismo tiempo contiene el primer anuncio de la victoria sobre el mal, sobre
el pecado. Lo prueban las palabras que leemos en el Génesis 3, 15, llamadas
generalmente «Protoevangelio»: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu
linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar». Es
significativo que el anuncio del redentor, del salvador del mundo, contenido en
estas palabras, se refiera a «la mujer», la cual es nombrada en el
Protoevangelio en primer lugar, como progenitora de aquél que será el redentor
del hombre.(34) Y si la redención debe llevarse a cabo mediante la lucha contra
el mal, por medio «de la enemistad» entre la estirpe de la mujer y la estirpe de
aquél que como «padre de la mentira» (Jn 8, 44) es el primer autor del pecado en
la historia del hombre, ésta será también la enemistad entre él y la
mujer.
En estas
palabras se abre la perspectiva de toda la Revelación, primero como preparación
al Evangelio y después como Evangelio mismo. En esta perspectiva se unen bajo el
nombre de la mujer las dos figuras femeninas: Eva y María.
Las
palabras del Protoevangelio, releídas a la luz del Nuevo Testamento, expresan
adecuadamente la misión de la mujer en la lucha salvífica del redentor contra el
autor del mal en la historia del hombre.
La
confrontación Eva - María reaparece constantemente en el curso de la reflexión
sobre el depósito de la fe recibida por la Revelación divina y es uno de los
temas comentados frecuentemente por los Padres, por los escritores eclesiásticos
y por los teólogos.(35) De ordinario, de esta comparación emerge a primera vista
una diferencia, una contraposición. Eva, como «madre de todos los vivientes»
(Gén 3, 20), es testigo del «comienzo» bíblico en el que están contenidas la
verdad sobre la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, y la verdad
sobre el pecado original. María es testigo del nuevo «principio» y de la «nueva
criatura» (cf. 2 Cor 5, 17). Es más, ella misma, como la primera redimida en la
historia de la salvación, es «una nueva criatura»; es la «llena de gracia». Es
difícil comprender por qué las palabras del Protoevangelio ponen tan fuertemente
en evidencia a la «mujer» si no se admite que en ella tiene su comienzo la nueva
y definitiva Alianza de Dios con la humanidad, la Alianza en la Sangre redentora
de Cristo. Esta Alianza tiene su comienzo con una mujer, la «mujer», en la
Anunciación de Nazaret. Esta es la absoluta novedad del Evangelio. En el Antiguo
Testamento otras veces Dios, para intervenir en la historia de su pueblo, se
había dirigido a algunas mujeres, como, por ejemplo, a la madre de Samuel y de
Sansón; pero para estipular su Alianza con la humanidad se había dirigido
solamente a hombres: Noé, Abraham, Moisés. Al comienzo de la Nueva Alianza, que
debe ser eterna e irrevocable, está la mujer: la Virgen de Nazaret. Se trata de un signo indicativo de que
«en Jesucristo» «no hay ni hombre ni mujer» (Gál 3, 28). En él la contraposición
recíproca entre el hombre y la mujer —como herencia del pecado original— está
esencialmente superada. «Todos vosotros sois uno en Cristo Jesús», escribe el
Apóstol (Gál 3, 28).
Estas
palabras tratan sobre aquella originaria «unidad de los dos», que está vinculada
a la creación del hombre, como varón y mujer, a imagen y semejanza de Dios,
según el modelo de aquella perfectísima comunión de Personas que es Dios mismo.
Las palabras de la epístola paulina constatan que el misterio de la redención
del hombre en Jesucristo, hijo de María, toma y renueva lo que en el misterio de
la creación correspondía al eterno designio de Dios Creador. Precisamente por
esto, el día de la creación del hombre como varón y mujer «Dios vio cuanto había
hecho y todo estaba muy bien» (Gén 1, 31). La redención, en cierto sentido,
restituye en su misma raíz el bien que ha sido esencialmente «rebajado» por el
pecado y por su herencia en la historia del hombre.
La
«mujer» del Protoevangelio está situada en la perspectiva de la redención. La
confrontación Eva - María puede entenderse también en el sentido de que María
asume y abraza en sí misma este misterio de la «mujer», cuyo comienzo es Eva,
«la madre de todos los vivientes» (Gén 3, 20). En primer lugar lo asume y lo
abraza en el interior del misterio de Cristo, «nuevo y último Adán» (cf. 1 Cor
15, 45), el cual ha asumido en la propia persona la naturaleza del primer Adán.
En efecto, la esencia de la nueva Alianza consiste en el hecho de que el Hijo de
Dios, consubstancial al eterno Padre, se hace hombre y asume la humanidad en la
unidad de la Persona divina del Verbo. El que obra la Redención es al mismo
tiempo verdadero hombre. El misterio de la Redención del mundo presupone que
Dios-Hijo ha asumido ya la humanidad como herencia de Adán, llegando a ser
semejante a él y a cada hombre en todo, «excepto en el pecado»(Heb 4, 15). De
este modo él «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
sublimidad de su vocación», como enseña el Concilio Vaticano II;(36) en cierto
sentido, le ha ayudado a descubrir «qué es el hombre» (cf. Sal 8,
5).
A través
de todas las generaciones, en la tradición de la fe y de la reflexión cristiana,
la correlación Adán - Cristo frecuentemente acompaña a la de Eva - María. Dado
que a María se la llama también «nueva Eva», ¿cuál puede ser el significado de
esta analogía? Ciertamente es múltiple. Conviene detenernos particularmente en
el significado que ve en María la manifestación de todo lo que está comprendido
en la palabra bíblica «mujer», esto es, una revelación correlativa al misterio
de la redención. María significa,
en cierto sentido, superar aquel límite del que habla el Libro del Génesis (3,
16) y volver a recorrer el camino hacia aquel «principio» donde se encuentra la
«mujer» como fue querida en la creación y, consiguientemente, en el eterno
designio de Dios, en el seno de la Santísima Trinidad. María es «el nuevo
principio» de la dignidad y vocación de la mujer, de todas y cada una de las
mujeres.(37)
La clave
para comprender esto pueden ser, de modo particular, las palabras que el
evangelista pone en labios de María después de la Anunciación, durante su visita
a Isabel: «Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso» (Lc 1, 49). Esto se
refiere ciertamente a la concepción del Hijo, que es «Hijo del Altísimo» (Lc 1,
32), el «santo» de Dios; pero a la vez pueden significar el descubrimiento de la
propia humanidad femenina. «Ha hecho en mi favor maravillas»: éste es el
descubrimiento de toda la riqueza, del don personal de la femineidad, de toda la
eterna originalidad de la «mujer» en la manera en que Dios la quiso, como
persona en sí misma y que al mismo tiempo puede realizarse en plenitud «por
medio de la entrega sincera de sí».
Este
descubrimiento se relaciona con una clara conciencia del don, de la dádiva por
parte de Dios. El pecado ya desde el «principio» había ofuscado esta conciencia;
en cierto sentido la había sofocado, como indican las palabras de la primera
tentación por obra del «padre de la mentira» (cf. Gén 3, 1-5). Con la llegada de
«la plenitud de los tiempos» (cf. Gál 4, 4), mientras comienza ya a cumplirse en
la historia de la humanidad el misterio de la redención, esta conciencia irrumpe
con toda su fuerza en las palabras de la «mujer» bíblica de Nazaret. En María,
Eva vuelve a descubrir cuál es la verdadera dignidad de la mujer, de su
humanidad femenina. Y este descubrimiento debe llegar constantemente al corazón
de cada mujer, para dar forma a su propia vocación y a su
vida.
V
JESUCRISTO
«Se
sorprendían de que hablara con una mujer»
12. Las palabras del
Protoevangelio en el Libro del Génesis nos permiten pasar al ámbito del
Evangelio. La redención del hombre anunciada allí se hace aquí realidad en la
persona y en la misión de Jesucristo, en quien reconocemos también lo que
significa la realidad de la redención para la dignidad y la vocación de la
mujer. Este significado es aclarado
por las palabras de Cristo y por el conjunto de sus actitudes hacia las mujeres,
que es sumamente sencillo y, precisamente por esto, extraordinario si se
considera el ambiente de su tiempo; se trata de una actitud caracterizada por
una extraordinaria transparencia y profundidad. Diversas mujeres aparecen en el
transcurso de la misión de Jesús de Nazaret, y el encuentro con cada una de
ellas es una confirmación de la «novedad de vida» evangélica, de la que ya se ha
hablado.
Es algo
universalmente admitido —incluso por parte de quienes se ponen en actitud
crítica ante el mensaje cristiano—que Cristo fue ante sus contemporáneos el
promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la vocación correspondiente a
esta dignidad. A veces esto provocaba estupor, sorpresa, incluso llegaba hasta
el límite del escándalo. «Se sorprendían de que hablara con una mujer» (Jn 4,
27) porque este comportamiento era diverso del de los israelitas de su tiempo.
Es más, «se sorprendían» los mismos discípulos de Cristo. Por su parte, el
fariseo, a cuya casa fue la mujer pecadora para ungir con aceite perfumado los
pies de Jesús, «se decía para sí: Si éste fuera profeta sabría quién y qué clase
de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora» (Lc 7, 39). Gran
turbación e incluso «santa indignación» debían causar en quienes escuchaban,
satisfechos de sí mismos, aquellas palabras de Cristo: «los publicanos y las
prostitutas os precederán en el reino de Dios» (Mt 21,
31).
Quien
así hablaba y actuaba daba a entender que conocía a fondo «los misterios del
Reino». También conocía «lo que en el hombre había» (Jn 2, 25), es decir, en su
intimidad, en su «corazón». Era además testigo del eterno designio de Dios sobre
el hombre creado por Él a su imagen y semejanza, como hombre y mujer. Era
también plenamente consciente de las consecuencias del pecado, de aquel
«misterio de iniquidad» que actúa en los corazones humanos como fruto amargo del
ofuscamiento de la imagen divina. ¡Qué significativo es el hecho de que, en el
coloquio fundamental sobre el matrimonio y sobre su indisolubilidad, Jesús,
delante de sus interlocutores, que eran por oficio los conocedores de la ley,
«los escribas», hiciera referencia al «principio»! La pregunta que le habían
hecho era sobre el derecho «masculino» a «repudiar a la propia mujer por un
motivo cualquiera» (Mt 19, 3); y, consiguientemente, se refería también al
derecho de la mujer a su justa posición en el matrimonio, a su dignidad. Los
interlocutores de Jesús pensaban que tenían a su favor la legislación mosaica
vigente en Israel: «Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla»(Mt 19,
7). A lo cual Jesús respondió: «Moisés teniendo en cuenta la dureza de vuestro
corazón os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así»
(Mt 19, 8). Jesús apela al «principio», esto es, a la creación del hombre, como
varón y mujer, y a aquel designio divino que se fundamenta en el hecho de que
ambos fueron creados «a su imagen y semejanza». Por esto, cuando el hombre «deja
a su padre y a su madre» para unirse con la propia mujer, llegando a ser «una
sola carne», queda en vigor la ley que proviene de Dios mismo: «Lo que Dios unió
no lo separe el hombre» (Mt 19, 6).
El
principio de este «ethos», que desde el comienzo ha sido inserto en la realidad
de la creación, es ahora confirmado por Cristo contradiciendo aquella tradición
que comportaba la discriminación de la mujer. En esta tradición el varón
«dominaba», sin tener en cuenta suficientemente a la mujer y a aquella dignidad
que el «ethos» de la creación ha puesto en la base de las relaciones recíprocas
de dos personas unidas en matrimonio. Este «ethos» es recordado y confirmado por
las palabras de Cristo: es el «ethos» del Evangelio y de la
redención.
Las
mujeres del Evangelio
13.
Recorriendo las páginas del Evangelio pasan ante nuestros ojos un gran
número de mujeres, de diversa edad y condición. Nos encontramos con mujeres
aquejadas de enfermedades o de sufrimientos físicos, como aquella mujer poseída
por «un espíritu que la tenía enferma; estaba encorvada y no podía en modo
alguno enderezarse» (Lc 13, 11), o como la suegra de Simón que estaba «en cama
con la fiebre» (Mc 1, 30), o como la mujer «que padecía flujo de sangre» (cf. Mc
5, 25-34) y que no podía tocar a nadie porque pensaba que su contacto hacía al
hombre «impuro». Todas ellas fueron curadas, y la última, la hemorroisa, que
tocó el manto de Jesús «entre la gente» (Mc 5, 27), mereció la alabanza del
Señor por su gran fe: «Tu fe te ha salvado» (Mc 5, 34). Encontramos también a la
hija de Jairo a la que Jesús hizo volver a la vida diciéndole con ternura:
«Muchacha, a ti te lo digo, levántate» (Mc 5, 41). En otra ocasión es la viuda
de Naim a la que Jesús devuelve a la vida a su hijo único, acompañando su gesto
con una expresión de afectuosa piedad: «Tuvo compasión de ella y le dijo: “No
llores”» (Lc 7, 13). Finalmente vemos a la mujer cananea, una figura que mereció
por parte de Cristo unas palabras de especial aprecio por su fe, su humildad y
por aquella grandeza de espíritu de la que es capaz sólo el corazón de una
madre: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (Mt 15, 28). La mujer
cananea suplicaba la curación de su hija.
A veces
las mujeres que encontraba Jesús, y que de él recibieron tantas gracias, lo
acompañaban en sus peregrinaciones con los apóstoles por las ciudades y los
pueblos anunciando el Evangelio del Reino de Dios; algunas de ellas «le asistían
con sus bienes». Entre éstas, el Evangelio nombra a Juana, mujer del
administrador de Herodes, Susana y «otras muchas» (cf. Lc 8, 1-3). En otras
ocasiones las mujeres aparecen en las parábolas con las que Jesús de Nazaret
explicaba a sus oyentes las verdades sobre el Reino de Dios; así lo vemos en la
parábola de la dracma perdida (cf. Lc 15, 8-10), de la levadura (cf. Mt 13, 33),
de las vírgenes prudentes y de las vírgenes necias (cf. Mt 25, 1-13).
Particularmente elocuente es la narración del óbolo de la viuda. Mientras «los
ricos (...) echaban sus donativos en el arca del tesoro (...) una viuda pobre
echaba allí dos moneditas». En tonces Jesús dijo: «Esta viuda pobre ha echado
más que todos (...) ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para
vivir» (Lc 21, 1-4). Con estas palabras Jesús la presenta como modelo, al mismo
tiempo que la defiende, pues en el sistema socio-jurídico de entonces las viudas
eran unos seres totalmente indefensos (cf. también Lc 18,
1-7).
En las
enseñanzas de Jesús, así como en su modo de comportarse, no se encuentra nada
que refleje la habitual descriminación de la mujer, propia del tiempo; por el
contrario, sus palabras y sus obras expresan siempre el respeto y el honor
debido a la mujer. La mujer encorvada es llamada «hija de Abraham» (Lc 13, 16),
mientras en toda la Biblia el título de «hijo de Abraham» se refiere sólo a los
hombres. Recorriendo la vía
dolorosa hacia el Gólgota, Jesús dirá a las mujeres: «Hijas de Jerusalén, no
lloréis por mí» Lc 23, 28). Este modo de hablar sobre las mujeres y a las
mujeres, y el modo de tratarlas, constituye una clara «novedad» respecto a las
costumbres dominantes entonces.
Todo
esto resulta aún más explícito referido a aquellas mujeres que la opinión común
señalaba despectivamente como pecadoras: pecadoras públicas y adúlteras. A la
Samaritana el mismo Jesús dice: «Has tenido cinco maridos y el que ahora tienes
no es marido tuyo». Ella, sintiendo que él sabía los secretos de su vida,
reconoció en Jesús al Mesías y corrió a anunciarlo a sus compaisanos. El diálogo
que precede a este reconocimiento es uno de los más bellos del Evangelio (cf. Jn
4, 7-27).
He aquí
otra figura de mujer: la de una pecadora pública que, a pesar de la opinión
común que la condena, entra en casa del fariseo para ungir con aceite perfumado
los pies de Jesús. Este, dirigiéndose al huésped que se escandalizaba de este
hecho, dirá de la mujer: «Quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha
mostrado mucho amor» (cf. Lc 7, 37-47).
Y,
finalmente, fijémonos en una situación que es quizás la más elocuente: la de una
mujer sorprendida en adulterio y que es conducida ante Jesús. A la pregunta
provocativa: «Moisés nos mandó en la ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú que
dices?». Jesús responde: «Aquel de
vosotros que esté sin pecado que le arroje la primera piedra». La fuerza de la
verdad contenida en tal respuesta fue tan grande que «se iban retirando uno tras
otro comenzando por los más viejos». Solamente quedan Jesús y la mujer. «¿Dónde
están? ¿Nadie te condena?» —«Nadie, Señor»— «Tampoco yo te condeno. Vete y en
adelante no peques más» (cf. Jn 8, 3-11).
Estos
episodios representan un cuadro de gran transparencia. Cristo es aquel que «sabe
lo que hay en el hombre» (cf. Jn 2, 25), en el hombre y en la mujer. Conoce la
dignidad del hombre, el valor que tiene a los ojos de Dios. El mismo Cristo es
la confirmación definitiva de este valor. Todo lo que dice y hace tiene
cumplimiento definitivo en el misterio pascual de la redención. La actitud de
Jesús en relación con las mujeres que se encuentran con él a lo largo del camino
de su servicio mesiánico, es el reflejo del designio eterno de Dios que, al
crear a cada una de ellas, la elige y la ama en Cristo (cf. Ef 1, 1-5 ). Por
esto, cada mujer es la «única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí
misma», cada una hereda también desde el «principio» la dignidad de persona
precisamente como mujer. Jesús de Nazaret confirma esta dignidad, la recuerda,
la renueva y hace de ella un contenido del Evangelio y de la redención, para lo
cual fue enviado al mundo. Es necesario, por consiguiente, introducir en la
dimensión del misterio pascual cada palabra y cada gesto de Cristo respecto a la
mujer. De esta manera todo tiene su plena explicación.
La mujer
sorprendida en adulterio
14. Jesús entra en la
situación histórica y concreta de la mujer, la cual lleva sobre sí la herencia
del pecado. Esta herencia se manifiesta en aquellas costumbres que discriminan a
la mujer en favor del hombre, y que está enraizada también en ella. Desde este punto de vista el episodio de
la mujer «sorprendida en edulterio» (cf. Jn 8, 3-11) se presenta particularmente
elocuente. Jesús, al final, le dice: «No peques más», pero antes él hace
conscientes de su pecado a los hombres que la acusan para poder lapidarla,
manifestando de esta manera su profunda capacidad de ver, según la verdad, las
conciencias y las obras humanas. Jesús parece decir a los acusadores: esta mujer
con todo su pecado ¿no es quizás también, y sobre todo, la confirmación de
vuestras transgresiones, de vuestra injusticia «masculina», de vuestros
abusos?
Esta es
una verdad válida para todo el género humano. El hecho referido en el Evangelio
de San Juan puede presentarse de nuevo en cada época histórica, en innumerables
situaciones análogas. Una mujer es dejada sola con su pecado y es señalada ante
la opinión pública, mientras detrás de este pecado «suyo» se oculta un hombre
pecador, culpable del «pecado de otra persona», es más, corresponsable del
mismo. Y sin embargo, su pecado escapa a la atención, pasa en silencio; aparece
como no responsable del «pecado de la otra persona». A veces se convierte
incluso en el acusador, como en el caso descrito en el Evangelio de San Juan,
olvidando el propio pecado. Cuántas veces, en casos parecidos, la mujer paga por
el propio pecado (puede suceder que sea ella, en ciertos casos, culpable por el
pecado del hombre como «pecado del otro»), pero solamente paga ella, y paga
sola. ¡Cuántas veces queda ella abandonada con su maternidad, cuando el hombre,
padre del niño, no quiere aceptar su responsabilidad! Y junto a tantas «madres
solteras» en nuestra sociedad, es necesario considerar además todas aquellas que
muy a menudo, sufriendo presiones de dicho tipo, incluidas las del hombre
culpable, «se libran» del niño antes de que nazca. «Se libran»; pero ¡a qué
precio! La opinión pública actual intenta de modos diversos «anular» el mal de
este pecado; pero normalmente la conciencia de la mujer no consigue olvidar el
haber quitado la vida a su propio hijo, porque ella no logra cancelar su
disponibilidad a acoger la vida, inscrita en su «ethos» desde el
«principio».
A este
respecto es significativa la actitud de Jesús en el hecho descrito por San Juan
(8, 3-11). Quizás en pocos momentos como en éste se manifiesta su poder —el
poder de la verdad— en relación con las conciencias humanas. Jesús aparece
sereno, recogido, pensativo. Su conocimiento de los hechos, tanto aquí como en
el coloquio con los fariseos (cf. Mt 19, 3-9), ¿no está quizás en relación con
el misterio del «principio», cuando el hombre fue creado varón y mujer, y la
mujer fue confiada al hombre con su diversidad femenina y también con su
potencial maternidad? También el hombre fue confiado por el Creador a la mujer.
Ellos fueron confiados recíprocamente el uno al otro como personas, creadas a
imagen y semejanza de Dios mismo. En esta entrega se encuentra la medida del
amor, del amor esponsal: para llegar a ser «una entrega sincera» del uno para el
otro es necesario que ambos se sientan responsables del don. Esta medida está
destinada a los dos —hombre y mujer— desde el «principio». Después del pecado
original actúan en el hombre y en la mujer unas fuerzas contrapuestas a causa de
la triple concupiscencia, el «aguijón del pecado». Ellas actúan en el hombre
desde dentro. Por esto Jesús dirá en el Sermón de la Montaña: «Todo el que mira
a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 28).
Estas palabras dirigidas directamente al hombre muestran la verdad fundamental
de su responsabilidad hacia la mujer, hacia su dignidad, su maternidad, su
vocación. Indirectamente estas palabras conciernen también a la mujer. Cristo
hacía todo lo posible para que, en el ámbito de las costumbres y relaciones
sociales del tiempo, las mujeres encontrasen en su enseñanza y en su actuación
la propia subjetividad y dignidad. Basándose en la eterna «unidad de los dos»,
esta dignidad depende directamente de la misma mujer, como sujeto responsable, y
al mismo tiempo es «dada como tarea» al hombre. De modo coherente, Cristo apela
a la responsabilidad del hombre. En esta meditación sobre la dignidad y la
vocación de la mujer, hoy es necesario tomar como punto de referencia el
planteamiento que encontramos en el Evangelio. La dignidad de la mujer y su
vocación —como también la del hombre— encuentran su eterna fuente en el corazón
de Dios y, teniendo en cuenta las condiciones temporales de la existencia
humana, se relacionan íntimamente con la «unidad de los dos». Por tanto, cada
hombre ha de mirar dentro de sí y ver si aquélla que le ha sido confiada como
hermana en la humanidad común, como esposa, no se ha convertido en objeto de
adulterio en su corazón; ha de ver si la que, por razones diversas, es el
co-sujeto de su existencia en el mundo, no se ha convertido para él en un
«objeto»: objeto de placer, de explotación.
Guardianas
del mensaje evangélico
15. El modo de actuar
de Cristo, el Evangelio de sus obras y de sus palabras, es un coherente reproche
a cuanto ofende la dignidad de la mujer. Por esto, las mujeres que se encuentran
junto a Cristo se descubren a sí mismas en la verdad que él «enseña» y que él
«realiza», incluso cuando ésta es la verdad sobre su propia «pecaminosidad». Por
medio de esta verdad ellas se sienten «liberadas», reintegradas en su propio
ser; se sienten amadas por un «amor eterno», por un amor que encuentra la
expresión más directa en el mismo Cristo. Estando bajo el radio de acción de
Cristo su posición social se transforma; sienten que Jesús les habla de
cuestiones de las que en aquellos tiempos no se acostumbraba a discutir con una
mujer. Un ejemplo, en cierto modo muy significativo al respecto, es el de la
Samaritana en el pozo de Siquem. Jesús —que sabe en efecto que es pecadora y de
ello le habla— dialoga con ella sobre los más profundos misterios de Dios. Le
habla del don infinito del amor de Dios, que es como «una fuente que brota para
la vida eterna» (Jn 4, 14); le habla de Dios que es Espíritu y de la verdadera
adoración, que el Padre tiene derecho a recibir en espíritu y en verdad (cf. Jn
4, 24); le revela, finalmente, que Él es el Mesías prometido a Israel (cf. Jn 4,
26).
Estamos
ante un acontecimiento sin precedentes; aquella mujer —que además es una
«mujer-pecadora»— se convierte en «discípula» de Cristo; es más, una vez
instruída, anuncia a Cristo a los habitantes de Samaria, de modo que también
ellos lo acogen con fe (cf. Jn 4, 39-42). Es éste un acontecimiento insólito si
se tiene en cuenta el modo usual con que trataban a las mujeres los que
enseñaban en Israel; pero, en el modo de actuar de Jesús de Nazaret un hecho
semejante es normal. A este propósito, merecen un recuerdo especial las hermanas
de Lázaro; «Jesús amaba a Marta, a su hermana María y a Lázaro» (cf. Jn 11, 5).
María, «escuchaba la palabra» de Jesús; cuando fue a visitarlos a su casa él
mismo definió el comportamiento de María como «la mejor parte» respecto a la
preocupación de Marta por las tareas domésticas (cf. Lc 10, 38-42). En otra ocasión, la misma
Marta —después de la muerte de Lázaro— se convierte en interlocutora de Cristo y
habla acerca de las verdades más profundas de la revelación y de la
fe.
— «Señor
si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano».
— «Tu
hermano resucitará».
— «Ya sé
que resucitará en la resurrección, el último día».
Le dijo
Jesús: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo
el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?».
«Sí,
Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al
mundo» (Jn 11, 21-27).
Después
de esta profesión de fe Jesús resucitó a Lázaro. También el coloquio con Marta
es uno de los más importantes del Evangelio.
Cristo
habla con las mujeres acerca de las cosas de Dios y ellas le comprenden; se
trata de una auténtica sintonía de mente y de corazón, una respuesta de fe.
Jesús manifiesta aprecio por dicha respuesta, tan «femenina», y —como en el caso
de la mujer cananea (cf. Mt 15, 28)— también admiración. A veces propone como
ejemplo esta fe viva impregnada de amor; él enseña, por tanto, tomando pie de
esta respuesta femenina de la mente y del corazón. Así sucede en el caso de
aquella mujer «pecadora» en casa del fariseo, cuyo modo de actuar es el punto de
partida por parte de Jesús para explicar la verdad sobre la remisión de los
pecados: «Quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A
quien poco se le perdona, poco amor muestra» (Lc 7, 47). Con ocasión de otra
unción Jesús defiende, delante de sus discípulos y, en particular, de Judas, a
la mujer y su acción:
«¿Por
qué molestáis a esta mujer? Pues una “obra buena” ha hecho conmigo (...) al
derramar ella este ungüento sobre mi cuerpo, en vista de mi sepultura lo ha
hecho. Yo os aseguro: dondequiera que se proclame esta Buena Nueva, en el mundo
entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para memoria suya» (Mt 26,
6-13).
En
realidad los Evangelios no sólo describen lo que ha realizado aquella mujer en
Betania, en casa de Simón el leproso, sino que, además, ponen en evidencia que,
en el momento de la prueba definitiva y decisiva para toda la misión mesiánica
de Jesús de Nazaret, a los pies de la Cruz estaban en primer lugar las mujeres.
De los apóstoles sólo Juan permaneció fiel; las mujeres eran muchas. No sólo
estaba la Madre de Cristo y «la hermana de su madre, María, mujer de Clopás, y
María Magdalena» (Jn 19, 25), sino que «había allí muchas mujeres mirando desde
lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle» (Mt 27,
55). Como podemos ver, en ésta que fue la prueba más dura de la fe y de la
fidelidad las mujeres se mostraron más fuertes que los apóstoles; en los
momentos de peligro aquellas que «aman mucho» logran vencer el miedo. Antes de
esto habían estado las mujeres en la vía dolorosa, «que se dolían y se
lamentaban por él» (Lc 23, 27). Y antes aun había intervenido también la mujer
de Pilatos, que advirtió a su marido: «No te metas con ese justo, porque hoy he
sufrido mucho en sueños por su causa» (Mt 27, 19).
Las
primeras testigos de la resurrección
16. Desde el
principio de la misión de Cristo, la mujer demuestra hacia él y hacia su
misterio una sensibilidad especial, que corresponde a una característica de su
femineidad . Hay que decir también que esto encuentra una confirmación
particular en relación con el misterio pascual; no sólo en el momento de la
crucifixión sino también el día de la resurrección. Las mujeres son las primeras
en llegar al sepulcro. Son las primeras que lo encuentran vacío. Son las
primeras que oyen: «No está aquí, ha resucitado como lo había anunciado» (Mt 28,
6). Son las primeras en abrazarle los pies (cf. Mt 28, 9). Son igualmente las
primeras en ser llamadas a anunciar esta verdad a los apóstoles (cf. Mt 28,
1-10; Lc 24, 8-11). El Evangelio de Juan (cf. también Mc 16, 9) pone de relieve
el papel especial de María de Magdala. Es la primera que encuentra a Cristo
resucitado. Al principio lo confunde con el guardián del jardín; lo reconoce
solamente cuando él la llama por su nombre: «Jesús le dice: “María”. Ella se
vuelve y le dice en hebreo: “Rabbuní” —que quiere decir: “Maestro”—. Dícele
Jesús:
“No me
toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles:
Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”. Fue María Magdalena
y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas
palabras» (Jn 20, 16-18).
Por esto
ha sido llamada «la apóstol de los apóstoles».(38) Antes que los apóstoles,
María de Magdala fue testigo ocular de Cristo resucitado, y por esta razón fue
también la primera en dar testimonio de él ante de los apóstoles. Este
acontecimiento, en cierto sentido, corona todo lo que se ha dicho anteriormente
sobre el hecho de que Jesús confiaba a las mujeres las verdades divinas, lo
mismo que a los hombres. Puede decirse que de esta manera se han cumplido las
palabras del Profeta:
«Yo
derramaré mi espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas
profetizarán» (Jl 3, 1). Al cumplirse los cincuenta días de la resurrección de
Cristo, estas palabras encuentran una vez más confirmación en el cenáculo de
Jerusalén, con la venida del Espíritu Santo, el Paráclito (cf. Act 2,
17).
Lo dicho
hasta ahora acerca de la actitud de Cristo en relación con la mujer, confirma y
aclara en el Espíritu Santo la verdad sobre la igualdad de ambos —hombre y
mujer—. Se debe hablar de una esencial «igualdad», pues al haber sido los dos
—tanto la mujer como el hombre— creados a imagen y semejanza de Dios, ambos son,
en la misma medida, susceptibles de la dádiva de la verdad divina y del amor en
el Espíritu Santo. Los dos experimentan igualmente sus «visitas» salvíficas y
santificantes.
El hecho
de ser hombre o mujer no comporta aquí ninguna limitación, así como no limita
absolutamente la acción salvífica y santificante del Espíritu en el hombre el
hecho de ser judío o griego, esclavo o libre, según las conocidas palabras del
Apóstol:
«Porque
todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 28). Esta unidad no anula la diversidad.
El Espíritu Santo, que realiza esta unidad en el orden sobrenatural de la gracia
santificante, contribuye en igual medida al hecho de que «profeticen vuestros
hijos» al igual que «vuestras hijas». «Profetizar» significa expresar con la
palabra y con la vida «las maravillas de Dios» (cf. Act 2, 11), conservando la
verdad y la originalidad de cada persona, sea mujer u hombre. La «igualdad»
evangélica, la «igualdad» de la mujer y del hombre en relación con «las
maravillas de Dios», tal como se manifiesta de modo tan límpido en las obras y
en las palabras de Jesús de Nazaret, constituye la base más evidente de la
dignidad y vocación de la mujer en la Iglesia y en el mundo. Toda vocación tiene un sentido
profundamente personal y profético. Entendida así la vocación, lo que es
personalmente femenino adquiere una medida nueva: la medida de las «maravillas
de Dios», de las que la mujer es sujeto vivo y testigo
insustituible.
VI
MATERNIDAD
- VIRGINIDAD
Dos
dimensiones de la vocación de la mujer
17.
Hagamos ahora objeto de nuestra meditación la virginidad y la maternidad,
como dos dimensiones particulares de la realización de la personalidad femenina.
A la luz del Evangelio éstas adquieren la plenitud de su sentido y de su valor
en María, que como Virgen llega a ser Madre del Hijo de Dios. Estas dos
dimensiones de la vocación femenina se han encontrado y unido en ella de modo
excepcional, de manera que una no ha excluido la otra, sino que la ha completado
admirablemente. La descripción de la Anunciación en el Evangelio de San Lucas
indica claramente que esto parecía imposible a la misma Virgen de Nazaret. Ella,
al oír que le dicen: «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo a
quien pondrás por nombre Jesús», pregunta a continuación: «¿Cómo podrá ser esto,
pues yo no conozco varón?» (Lc 1, 31. 34). En el orden común de las cosas la
maternidad es fruto del recíproco «conocimiento» del hombre y de la mujer en la
unión matrimonial. María, firme en el propósito de su virginidad, pregunta al
mensajero divino y obtiene la explicación: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti»,
tu maternidad no será consecuencia de un «conocimiento» matrimonial, sino obra
del Espíritu Santo, y «el poder del Altísimo» extenderá su «sombra» sobre el
misterio de la concepción y del nacimiento del Hijo. Como Hijo del Altísimo, él
te es dado exclusivamente por Dios, en el modo conocido por Dios. María, por consiguiente, ha mantenido su
virginal «no conozco varón» (cf. Lc 1, 34) y al mismo tiempo se ha convertido en
madre. La virginidad y la maternidad coexisten en ella, sin excluirse
recíprocamente ni ponerse límites; es más, la persona de la Madre de Dios ayuda
a todos —especialmente a las mujeres— a vislumbrar el modo en que estas dos
dimensiones y estos dos caminos de la vocación de la mujer, como persona, se
explican y se completan recíprocamente.
Maternidad
18. Para tomar parte
en este «vislumbrar», es necesario una vez más profundizar en la verdad sobre la
persona humana, como la presenta el Concilio Vaticano II. El hombre —varón o
mujer— es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, es
decir, es una persona, es un sujeto que decide sobre sí mismo. Al mismo tiempo,
el hombre «no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera
de sí mismo a los demás».(39) Se ha dicho ya que esta descripción —que en cierto
sentido es definición de la persona— corresponde a la verdad bíblica fundamental
acerca de la creación del hombre —hombre y mujer— a imagen y semejanza de Dios.
Esta no es una interpretación puramente teórica o una definición abstracta, pues
indica de modo esencial el sentido de ser hombre, poniendo de relieve el valor
del don de sí, de la persona. En esta visión de la persona está contenida
también la parte esencial de aquel «ethos» que —referido a la verdad de la
creación— será desarrollado plenamente por los Libros de la Revelación y, de
modo particular, por los Evangelios.
Esta
verdad sobre la persona abre además el camino a una plena comprensión de la
maternidad de la mujer. La maternidad es fruto de la unión matrimonial de un
hombre y de una mujer, es decir, de aquel «conocimiento» bíblico que corresponde
a la «unión de los dos en una sola carne» (cf. Gén 2, 24); de este modo se
realiza —por parte de la mujer— un «don de sí» especial, como expresión de aquel
amor esponsal mediante el cual los esposos se unen íntimamente para ser «una
sola carne». El «conocimiento» bíblico se realiza según la verdad de la persona
sólo cuando el don recíproco de sí mismo no es deformado por el deseo del hombre
de convertirse en «dueño» de su esposa («él te dominará») o por el cerrarse de
la mujer en sus propios instintos («hacia tu marido irá tu apetencia»: Gén 3,
16).
El don
recíproco de la persona en el matrimonio se abre hacia el don de una nueva vida,
es decir, de un nuevo hombre, que es también persona a semejanza de sus padres.
La maternidad, ya desde el comienzo mismo, implica una apertura especial hacia
la nueva persona; y éste es precisamente el «papel» de la mujer. En dicha
apertura, esto es, en el concebir y dar a luz el hijo, la mujer «se realiza en
plenitud a través del don sincero de sí». El don de la disponibilidad interior
para aceptar al hijo y traerle al mundo está vinculado a la unión matrimonial
que, como se ha dicho, debería constituir un momento particular del don
recíproco de sí por parte de la mujer y del hombre. La concepción y el
nacimiento del nuevo hombre, según la Biblia, están acompañados por las palabras
siguientes de la mujer-madre: «He adquirido un varón con el favor de Yahveh»
(Gén 4, 1). La exclamación de Eva, «madre de todos los vivientes», se repite
cada vez que viene al mundo una nueva criatura y expresa el gozo y la convicción
de la mujer de participar en el gran misterio del eterno engendrar. Los esposos,
en efecto, participan del poder creador de Dios.
La
maternidad de la mujer, en el período comprendido entre la concepción y el
nacimiento del niño, es un proceso biofisiológico y psíquico que hoy día se
conoce mejor que en tiempos pasados y que es objeto de profundos estudios. El
análisis científico confirma plenamente que la misma constitución física de la
mujer y su organismo tienen una disposición natural para la maternidad, es
decir, para la concepción, gestación y parto del niño, como fruto de la unión
matrimonial con el hombre. Al mismo tiempo, todo esto corresponde también a la
estructura psíquico-física de la mujer. Todo lo que las diversas ramas de la
ciencia dicen sobre esta materia es importante y útil, a condición de que no se
limiten a una interpretación exclusivamente biofisiológica de la mujer y de la
maternidad. Una imagen así «empequeñecida» estaría a la misma altura de la
concepción materialista del hombre y del mundo. En tal caso se habría perdido lo
que verdaderamente es esencial: la maternidad, como hecho y fenómeno humano,
tiene su explicación plena en base a la verdad sobre la persona. La maternidad
está unida a la estructura personal del ser mujer y a la dimensión personal del
don: «He adquirido un varón con el favor de Yahveh» (Gén 4, 1). El Creador
concede a los padres el don de un hijo. Por parte de la mujer, este hecho está
unido de modo especial a «un don sincero de sí». Las palabras de María en la
Anunciación «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38) significan la
disponibilidad de la mujer al don de sí, y a la aceptación de la nueva
vida.
En la
maternidad de la mujer, unida a la paternidad del hombre, se refleja el eterno
misterio del engendrar que existe en Dios mismo, uno y trino (cf. Ef 3, 14-15).
El humano engendrar es común al hombre y a la mujer. Y si la mujer, guiada por
el amor hacia su marido, dice: «te he dado un hijo», sus palabras significan al
mismo tiempo:
«este es
nuestro hijo». Sin embargo, aunque los dos sean padres de su niño, la maternidad
de la mujer constituye una «parte» especial de este ser padres en común, así
como la parte más cualificada. Aunque el hecho de ser padres pertenece a los
dos, es una realidad más profunda en la mujer, especialmente en el período
prenatal. La mujer es «la que paga» directamente por este común engendrar, que
absorbe literalmente las energías de su cuerpo y de su alma. Por consiguiente,
es necesario que el hombre sea plenamente consciente de que en este ser padres
en común, él contrae una deuda especial con la mujer. Ningún programa de
«igualdad de derechos» del hombre y de la mujer es válido si no se tiene en
cuenta esto de un modo totalmente esencial.
La
maternidad conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura
en el seno de la mujer. La madre admira este misterio y con intuición singular
«comprende» lo que lleva en su interior. A la luz del «principio» la madre
acepta y ama al hijo que lleva en su seno como una persona. Este modo único de
contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud
hacia el hombre —no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general—,
que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer. Comúnmente se
piensa que la mujer es más capaz que el hombre de dirigir su atención hacia la
persona concreta y que la maternidad desarrolla todavía más esta disposición. El
hombre, no obstante toda su participación en el ser padre, se encuentra siempre
«fuera» del proceso de gestación y nacimiento del niño y debe, en tantos
aspectos, conocer por la madre su propia «paternidad». Podríamos decir que esto
forma parte del normal mecanismo humano de ser padres, incluso cuando se trata
de las etapas sucesivas al nacimiento del niño, especialmente al comienzo. La
educación del hijo —entendida globalmente— debería abarcar en sí la doble
aportación de los padres: la materna y la paterna. Sin embargo, la contribución
materna es decisiva y básica para la nueva personalidad
humana.
La
maternidad en relación con la Alianza
19.
Volvemos en nuestra reflexión al paradigma bíblico de la «mujer» tomado
del Protoevangelio. La «mujer», como madre y como primera educadora del hombre
(la educación es la dimensión espiritual del ser padres), tiene una precedencia
específica sobre el hombre. Si su maternidad, considerada ante todo en sentido
biofísico, depende del hombre, ella imprime un «signo» esencial sobre todo el
proceso del hacer crecer como personas los nuevos hijos e hijas de la estirpe
humana. La maternidad de la mujer, en sentido biofísico, manifiesta una aparente
pasividad: el proceso de formación de una nueva vida «tiene lugar» en ella, en
su organismo, implicándolo profundamente. Al mismo tiempo, la maternidad bajo el
aspecto personal-ético expresa una creatividad muy importante de la mujer, de la
cual depende de manera decisiva la misma humanidad de la nueva criatura. También
en este sentido la maternidad de la mujer representa una llamada y un desafío
especial dirigidos al hombre y a su paternidad.
El
paradigma bíblico de la «mujer» culmina en la maternidad de la Madre de
Dios. Las palabras del
Protoevangelio: «Pondré enemistad entre ti y la mujer», encuentran aquí una
nueva confirmación. He aquí que Dios inicia en ella, con su «fiat» materno
(«hágase en mí»), una nueva alianza con la humanidad. Esta es la Alianza eterna
y definitiva en Cristo, en su cuerpo y sangre, en su cruz y resurrección.
Precisamente porque esta Alianza debe cumplirse «en la carne y la sangre» su
comienzo se encuentra en la Madre. El «Hijo del Altísimo» solamente gracias a
ella, gracias a su «fiat» virginal y materno, puede decir al Padre: «Me has
formado un cuerpo. He aquí que vengo, Padre, para hacer tu voluntad» (cf. Heb
10, 5. 7).
En el
orden de la Alianza que Dios ha realizado con el hombre en Jesucristo ha sido
introducida la maternidad de la mujer. Y cada vez, todas las veces que la
maternidad de la mujer se repite en la historia humana sobre la tierra, está
siempre en relación con la Alianza que Dios ha establecido con el género humano
mediante la maternidad de la Madre de Dios.
¿Acaso
no se demuestra esta realidad en la misma respuesta de Jesús al grito de aquella
mujer en medio de la multitud, que lo alababa por la maternidad de su
Madre:
«Dichoso
el seno que te llevó y los pechos que te criaron»? Jesús
respondió:
«Dichosos
más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (Lc 11, 27-28 ). Jesús confirma el sentido de la
maternidad referida al cuerpo; pero al mismo tiempo indica un sentido aún más
profundo, que se relaciona con el plano del espíritu: la maternidad es signo de
la Alianza con Dios, que «es espíritu» (Jn 4, 24). Tal es, sobre todo, la
maternidad de la Madre de Dios. También la maternidad de cada mujer, vista a la
luz del Evangelio, no es solamente «de la carne y de la sangre», pues en ella se
manifiesta la profunda «escucha de la palabra del Dios vivo» y la disponibilidad
para «custodiar» esta Palabra, que es «palabra de vida eterna» (cf. Jn 6, 68).
En efecto, son precisamente los nacidos de las madres terrenas, los hijos y las
hijas del género humano, los que reciben del Hijo de Dios el poder de llegar a
ser «hijos de Dios» (Jn 1, 12). La dimensión de la nueva Alianza en la sangre de
Cristo ilumina el generar humano, convirtiéndolo en realidad y cometido de
«nuevas criaturas» (cf. 2 Cor 5, 17). Desde el punto de vista de la historia de
cada hombre, la maternidad de la mujer constituye el primer umbral, cuya
superación condiciona también «la revelación de los hijos de Dios» (cf. Rom 8,
19).
«La
mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora, pero
cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha
nacido un hombre en el mundo» (Jn 16, 21). La primera parte de estas palabras de
Cristo se refieren a «los dolores del parto», que pertenecen a la herencia del
pecado original; pero al mismo tiempo indican la relación que existe entre la
maternidad de la mujer y el misterio pascual. En efecto, en dicho misterio está
contenido también el dolor de la Madre bajo la Cruz; la Madre que participa
mediante la fe en el misterio desconcertante del «despojo» del propio Hijo.
«Esta es, quizás, la “kénosis” más profunda de la fe en la historia de la
humanidad».(40)
Contemplando
esta Madre, a la que «una espada ha atravesado el corazón» (cf. Lc 2, 35), el
pensamiento se dirige a todas las mujeres que sufren en el mundo, tanto física
como moralmente. En este sufrimiento desempeña también un papel particular la
sensibilidad propia de la mujer, aunque a menudo ella sabe soportar el
sufrimiento mejor que el hombre. Es difícil enumerar y llamar por su nombre cada
uno de estos sufrimientos. Baste recordar la solicitud materna por los hijos,
especialmente cuando están enfermos o van por mal camino, la muerte de sus seres
queridos, la soledad de las madres olvidadas por los hijos adultos, la de las
viudas, los sufrimientos de las mujeres que luchan solas para sobrevivir y los
de las mujeres que son víctimas de injusticias o de explotación. Finalmente
están los sufrimientos de la conciencia a causa del pecado que ha herido la
dignidad humana o materna de la mujer; son heridas de la conciencia que
difícilmente cicatrizan. También con estos sufrimientos es necesario ponerse
junto a la cruz de Cristo.
Pero las
palabras del Evangelio sobre la mujer que sufre, cuando le llega la hora de dar
a luz un hijo, expresan inmediatamente el gozo: «el gozo de que ha nacido un
hombre en el mundo». Este gozo también está relacionado con el misterio pascual,
es decir, con aquel gozo que reciben los Apóstoles el día de la resurrección de
Cristo:
«También
vosotros estáis tristes ahora» (estas palabras fueron pronunciadas la víspera de
la pasión); «pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra
alegría nadie os la podrá quitar» (Jn 16, 22).
La
virginidad por el Reino
20. En las enseñanzas
de Cristo la maternidad está unida a la virginidad, aunque son cosas distintas.
A este propósito, es fundamental la frase de Jesús dicha en el coloquio sobre la
indisolubilidad del matrimonio. Al oír la respuesta que el Señor dio a los
fariseos, los discípulos le dicen: «Si tal es la condición del hombre respecto
de su mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19, 10). Prescindiendo del sentido que
aquel «no trae cuenta» tuviera entonces en la mente de los discípulos, Cristo
aprovecha la ocasión de aquella opinión errónea para instruirles sobre el valor
del celibato; distingue el celibato debido a defectos naturales —incluidos los
causados por el hombre— del «celibato por el Reino de los cielos». Cristo dice:
«Hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los cielos» (Mt
19, 12). Por consiguiente, se trata de un celibato libre, elegido por el Reino
de los cielos, en consideración de la vocación escatológica del hombre a la
unión con Dios. Y añade: «Quien pueda entender, que entienda». Estas palabras
son reiteración de lo que había dicho al comenzar a hablar del celibato (cf. Mt
19, 11). Por tanto este celibato por el Reino de los cielos no es solamente
fruto de una opción libre por parte del hombre, sino también de una gracia
especial por parte de Dios, que llama a una persona determinada a vivir el
celibato. Si éste es un signo especial del Reino de Dios que ha de venir, al
mismo tiempo sirve para dedicar a este Reino escatológico todas las energías del
alma y del cuerpo de un modo exclusivo, durante la vida
temporal.
Las
palabras de Jesús son la respuesta a la pregunta de los discípulos. Están
dirigidas directamente a aquellos que hicieron la pregunta y que en este caso
eran sólo hombres. No obstante, la respuesta de Cristo, en sí misma, tiene valor
tanto para los hombres como para las mujeres y, en este contexto, indica también
el ideal evangélico de la virginidad, que constituye una clara «novedad» en
relación con la tradición del Antiguo Testamento. Esta tradición ciertamente
enlazaba de alguna manera con la esperanza de Israel, y especialmente de la
mujer de Israel, por la venida del Mesías, que debía ser de la «estirpe de la
mujer». En efecto, el ideal del celibato y de la virginidad como expresión de
una mayor cercanía a Dios no era totalmente ajeno en ciertos ambientes judíos,
sobre todo en los tiempos que precedieron inmediatamente a la venida de Jesús.
Sin embargo, el celibato por el Reino, o sea, la virginidad, es una novedad
innegable vinculada a la Encarnación de Dios.
Desde el
momento de la venida de Cristo la espera del Pueblo de Dios debe dirigirse al
Reino escatológico que ha de venir y en el cual él mismo ha de introducir «al
nuevo Israel». En efecto, para realizar un cambio tan profundo en la escala de
valores, es indispensable una nueva conciencia de la fe, que Cristo subraya por
dos veces: «Quien pueda entender, que entienda»; esto lo comprenden solamente
«aquellos a quienes se les ha concedido» (Mt 19, 11). María es la primera
persona en la que se ha manifestado esta nueva conciencia, ya que pregunta al
ángel: «¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1, 34). Aunque
«estaba desposada con un hombre llamado José» (cf. Lc 1, 27), ella estaba firme
en su propósito de virginidad, y la maternidad que se realizó en ella provenía
exclusivamente del «poder del Altísimo», era fruto de la venida del Espíritu
Santo sobre ella (cf. Lc 1, 35). Esta maternidad divina, por tanto, es la
respuesta totalmente imprevisible a la esperanza humana de la mujer en Israel:
esta maternidad llega a María como un don de Dios mismo. Este don se ha
convertido en el principio y el prototipo de una nueva esperanza para todos los
hombres según la Alianza eterna, según la nueva y definitiva promesa de Dios:
signo de la esperanza escatológica.
Teniendo
como base el Evangelio se ha desarrollado y profundizado el sentido de la
virginidad como vocación también de la mujer, con la que se reafirma su dignidad
a semejanza de la Virgen de Nazaret. El Evangelio propone el ideal de la
consagración de la persona, es decir, su dedicación exclusiva a Dios en virtud
de los consejos evangélicos, en particular los de castidad, pobreza y
obediencia, cuya encarnación más perfecta es Jesucristo mismo. Quien desee
seguirlo de modo radical opta por una vida según estos consejos, que se
distinguen de los mandamientos e indican al cristiano el camino de la
radicalidad evangélica. Ya desde los comienzos del cristianismo hombres y
mujeres se han orientado por este camino, pues el ideal evangélico se dirige al
ser humano sin ninguna diferencia en razón del sexo.
En este
contexto más amplio hay que considerar la virginidad también como un camino para
la mujer; un camino en el que, de un modo diverso al matrimonio, ella realiza su
personalidad de mujer. Para comprender esta opción es necesario recurrir una vez
más al concepto fundamental de la antropología cristiana. En la virginidad
libremente elegida la mujer se reafirma a sí misma como persona, es decir, como
un ser que el Creador ha amado por sí misma desde el principio(41) y, al mismo
tiempo, realiza el valor personal de la propia femineidad, convirtiéndose en
«don sincero» a Dios, que se ha revelado en Cristo; un don a Cristo, Redentor
del hombre y Esposo de las almas: un don «esponsal». No se puede comprender
rectamente la virginidad, la consagración de la mujer en la virginidad, sin
recurrir al amor esponsal; en efecto, en tal amor la persona se convierte en don
para el otro.(42) Por otra parte, de modo análogo ha de entenderse la
consagración del hombre en el celibato sacerdotal o en el estado
religioso.
La
natural disposición esponsal de la personalidad femenina halla una respuesta en
la virginidad entendida así. La mujer, llamada desde el «principio» a ser amada
y a amar, en la vocación a la virginidad encuentra sobre todo a Cristo, como el
Redentor que «amó hasta el extremo» por medio del don total de sí mismo y ella
responde a este don con el «don sincero» de toda su vida. Se da al Esposo divino
y esta entrega personal tiende a una unión de carácter propiamente espiritual:
mediante la acción del Espíritu Santo se convierte en «un solo espíritu» con
Cristo-Esposo (cf. 1 Cor 6, 17).
Este es
el ideal evangélico de la virginidad, en el que se realizan de modo especial
tanto la dignidad como la vocación de la mujer. En la virginidad entendida así
se expresa el llamado radicalismo del Evangelio: Dejarlo todo y seguir a Cristo
(cf. Mt 19, 27), lo cual no puede compararse con el simple quedarse soltera o
célibe, pues la virginidad no se limita únicamente al «no», sino que contiene un
profundo «sí» en el orden esponsal: el entregarse por amor de un modo total e
indiviso.
La
maternidad según el espíritu
21. La virginidad en
el sentido evangélico comporta la renuncia al matrimonio y, por tanto, también a
la maternidad física. Sin embargo la renuncia a este tipo de maternidad, que
puede comportar incluso un gran sacrificio para el corazón de la mujer, se abre
a la experiencia de una maternidad en sentido diverso: la maternidad «según el
espíritu» (cf. Rom 8, 4). En efecto, la virginidad no priva a la mujer de sus
prerrogativas. La maternidad espiritual reviste formas múltiples. En la vida de
las mujeres consagradas que, por ejemplo, viven según el carisma y las reglas de
los diferentes Institutos de carácter apostólico, dicha maternidad se podrá
expresar como solicitud por los hombres, especialmente por los más necesitados:
los enfermos, los minusválidos, los abandonados, los huérfanos, los ancianos,
los niños, los jóvenes, los encarcelados y, en general, los marginados. Una
mujer consagrada encuentra de esta manera al Esposo, diferente y único en todos
y en cada uno, según sus mismas palabras: «Cuanto hicisteis a uno de éstos ... a
mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). El amor esponsal comporta siempre una
disponibilidad singular para volcarse sobre cuantos se hallan en el radio de su
acción. En el matrimonio esta disponibilidad —aún estando abierta a todos—
consiste de modo particular en el amor que los padres dan a sus hijos. En la
virginidad esta disponibilidad está abierta a todos los hombres, abrazados por
el amor de Cristo Esposo.
En
relación con Cristo, que es el Redentor de todos y de cada uno, el amor
esponsal, cuyo potencial materno se halla en el corazón de la mujer-esposa
virginal, también está dispuesto a abrirse a todos y a cada uno. Esto se
verifica en las Comunidades religiosas de vida apostólica de modo diverso que en
las de vida contemplativa o de clausura. Existen además otras formas de vocación
a la virginidad por el Reino, como, por ejemplo, los Institutos Seculares, o las
Comunidades de consagrados que florecen dentro de los Movimientos, Grupos o
Asociaciones; en todas estas realidades, la misma verdad sobre la maternidad
espiritual de las personas que viven la virginidad halla una configuración
multiforme. Pero no se trata aquí solamente de formas comunitarias, sino también
de formas extracomunitarias. En definitiva la virginidad, como vocación de la
mujer, es siempre la vocación de una persona concreta e irrepetible. Por tanto,
también la maternidad espiritual, que se expresa en esta vocación, es
profundamente personal.
Sobre
esta base se verifica también un acercamiento específico entre la virginidad de
la mujer no casada y la maternidad de la mujer casada. Este acercamiento va no
sólo de la maternidad a la virginidad —como ha sido puesto de relieve
anteriormente— sino que va también de la virginidad hacia el matrimonio,
entendido como forma de vocación de la mujer por el que ésta se convierte en
madre de los hijos nacidos de su seno. El punto de partida de esta segunda
analogía es el sentido de las nupcias. En efecto, una mujer «se casa» tanto
mediante el sacramento del matrimonio como, espiritualmente, mediante las
nupcias con Cristo. En uno y otro caso las nupcias indican la «entrega sincera
de la persona» de la esposa al esposo.
De este modo puede decirse que el perfil del matrimonio tiene su raíz
espiritual en la virginidad. Y si se trata de la maternidad física ¿no debe
quizás ser ésta también una maternidad espiritual, para responder a la verdad
global sobre el hombre que es unidad de cuerpo y espíritu? Existen, por lo
tanto, muchas razones para entrever en estos dos caminos diversos —dos
vocaciones diferentes de vida en la mujer— una profunda complementariedad e
incluso una profunda unión en el interior de la persona.
«Hijos
míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto»
22. El Evangelio
revela y permite entender precisamente este modo de ser de la persona humana. El
Evangelio ayuda a cada mujer y a cada hombre a vivirlo y, de este modo, a
realizarse. Existe, en efecto, una total igualdad respecto a los dones del
Espíritu Santo y las «maravillas de Dios» (Act 2, 11). Y no sólo esto.
Precisamente ante las «maravillas de Dios» el Apóstol-hombre siente la necesidad
de recurrir a lo que es por esencia femenino, para expresar la verdad sobre su
propio servicio apostólico. Así se expresa Pablo de Tarso cuando se dirige a los
Gálatas con estas palabras: «Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de
parto» (Gál 4, 19). En la primera
Carta a los Corintios (7, 38) el apóstol anuncia la superioridad de la
virginidad sobre el matrimonio —doctrina constante de la Iglesia según las
palabras de Cristo, como leemos en el evangelio de San Mateo (19, 10-12)—, pero
sin ofuscar de ningún modo la importancia de la maternidad física y espiritual.
En efecto, para ilustrar la misión fundamental de la Iglesia, el Apóstol no
encuentra algo mejor que la referencia a la maternidad.
Un
reflejo de la misma analogía —y de la misma verdad— lo hallamos en la
Constitución dogmática sobre la Iglesia. María es la «figura» de la Iglesia:(43)
«Pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y
virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular
como modelo tanto de la virgen como de la madre (...) Engendró en la tierra al
mismo Hijo del Padre (...) a quien Dios constituyó primogénito entre muchos
hermanos (cf. Rom 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación
coopera con amor materno».(44) «La Iglesia, contemplando su profunda santidad e
imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace
también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la
predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos
concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios».(45) Se trata de la
maternidad «según el espíritu» en relación con los hijos y las hijas del género
humano. Y tal maternidad —como ya se ha dicho— es también la «parte» de la mujer
en la virginidad. La Iglesia «es igualmente virgen, que guarda pura e
íntegramente la fe prometida al Esposo».(46) Esto se realiza plenamente en
María. La Iglesia, por consiguiente, «a imitación de la Madre de su Señor, por
la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una
esperanza sólida y una caridad sincera».(47)
El
Concilio ha confirmado que si no se recurre a la Madre de Dios no es posible
comprender el misterio de la Iglesia, su realidad, su vitalidad esencial.
Indirectamente hallamos aquí la referencia al paradigma bíblico de la «mujer»,
como se delinea claramente ya en la descripción del «principio» (cf. Gén 3, 15)
y a lo largo del camino que va de la creación —pasando por el pecado— hasta la
redención. De este modo se confirma la profunda unión entre lo que es humano y
lo que constituye la economía divina de la salvación en la historia del hombre.
La Biblia nos persuade del hecho de que no se puede lograr una auténtica
hermenéutica del hombre, es decir, de lo que es «humano», sin una adecuada
referencia a lo que es «femenino». Así sucede, de modo análogo, en la economía
salvífica de Dios; si queremos comprenderla plenamente en relación con toda la
historia del hombre no podemos dejar de lado, desde la óptica de nuestra fe, el
misterio de la «mujer»: virgen-madre-esposa.
VII
LA
IGLESIA - ESPOSA DE CRISTO
«Gran
misterio»
23. Las palabras de
la Carta a los Efesios tienen una importancia fundamental en relación con este
tema: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se
entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño
del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo;
sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e
inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos.
El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia
carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la
Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y
a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran
misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (5,
25-32).
En esta
Carta el autor expresa la verdad sobre la Iglesia como esposa de Cristo,
indicando además que esta verdad se basa en la realidad bíblica de la creación
del hombre, varón y mujer. Creados a imagen y semejanza de Dios como «unidad de
los dos», ambos han sido llamados a un amor de carácter esponsal. Puede también
decirse, siguiendo la descripción de la creación en el Libro del Génesis (2,
18-25), que esta llamada fundamental aparece juntamente con la creación de la
mujer y es llevada a cabo por el Creador en la institución del matrimonio, que
según el Génesis 2, 24 tiene desde el principio el carácter de unión de las
personas («communio personarum»). Aunque no de modo directo, la misma
descripción del «principio» (cf.
Gén 1, 27; 2, 24) indica que todo el «ethos» de las relaciones recíprocas
entre el hombre y la mujer debe corresponder a la verdad personal de su
ser.
Todo
esto ya ha sido considerado anteriormente. El texto de la Carta a los Efesios
confirma de nuevo la verdad anterior y al mismo tiempo compara el carácter
esponsal del amor entre el hombre y la mujer con el misterio de Cristo y de la
Iglesia. Cristo es el esposo de la Iglesia, la Iglesia es la esposa de Cristo.
Esta analogía tiene sus precedentes; traslada al Nuevo Testamento lo que estaba
contenido en el Antiguo Testamento, de modo particular en los profetas Oseas,
Jeremías, Ezequiel e Isaías.(48) Cada uno de estos textos merecerá un análisis
por separado. Citemos al menos un texto. Dios, por medio del profeta, habla a su
pueblo elegido de esta manera: «No temas, que no te avergonzarás, ni te
sonrojes, que no quedarás confundida, pues la vergüenza de tu mocedad olvidarás
y la afrenta de tu viudez no recordarás jamás. Porque tu Esposo es tu hacedor,
Yahveh Sebaot es su nombre; y el que te rescata, el Santo de Israel, Dios de
toda la tierra se llama (...). La mujer de la juventud ¿es repudiada? dice tu
Dios. Por un breve instante te abandoné pero con gran compasión te recogeré. En
un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno
te he compadecido, dice Yahveh tu Redentor (...) Porque los montes se correrán y
las colinas se moverán mas mi amor de tu lado no se apartará y mi alianza de paz
no se moverá» (Is 54, 4-8. 10).
Por
haber sido creado el ser humano —hombre y mujer— a imagen y semejanza de Dios,
Dios puede hablar de sí por boca del profeta, sirviéndose de un lenguaje que es
humano por esencia. En el texto de Isaías que hemos citado, es «humano» el modo
de expresarse el amor de Dios, pero el amor mismo es divino. Al ser amor de
Dios, tiene un carácter esponsal propiamente divino, aunque sea expresado
mediante la analogía del amor del hombre hacia la mujer. Esta mujer-esposa es
Israel, como pueblo elegido por Dios, y esta elección tiene su origen
exclusivamente en el amor gratuito de Dios. Precisamente mediante este amor se
explica la Alianza, presentada con frecuencia como una alianza matrimonial que
Dios, una y otra vez, hace con su pueblo elegido. Por parte de Dios es un
«compromiso» duradero; Él permanece fiel a su amor esponsal, aunque la esposa le
haya sido infiel repetidamente.
Esta
imagen del amor esponsal junto con la figura del Esposo divino —imagen muy clara
en los textos proféticos— encuentra su afirmación y plenitud en la Carta a los
Efesios (5, 23-32). Cristo es saludado como esposo por Juan el Bautista (cf. Jn
3, 27-29); más aún, Cristo se aplica esta comparación tomada de los profetas
(cf. Mc 2, 19-20). El apóstol Pablo, que es portador del patrimonio del Antiguo
Testamento, escribe a los Corintios: «Celoso estoy de vosotros con celos de
Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta
virgen a Cristo» (2 Cor 11, 2). Pero la plena expresión de la verdad sobre el
amor de Cristo Redentor, según la analogía del amor esponsal en el matrimonio,
se encuentra en la Carta a los Efesios: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a
sí mismo por ella» (5, 25); con esto recibe plena confirmación el hecho de que
la Iglesia es la Esposa de Cristo: «El que te rescata es el Santo de Israel» (Is
54, 5). En el texto paulino la analogía de la relación esponsal va
contemporáneamente en dos direcciones que constituyen la totalidad del «gran
misterio» («sacramentum magnum»). La alianza propia de los esposos «explica» el
carácter esponsal de la unión de Cristo con la Iglesia y, a su vez, esta unión
—como «gran sacramento»— determina la sacramentalidad del matrimonio como
alianza santa de los esposos, hombre y mujer. Leyendo este pasaje rico y
complejo, que en su conjunto es una gran analogía, hemos de distinguir lo que en
él expresa la realidad humana de las relaciones interpersonales, de lo que, con
lenguaje simbólico, expresa el «gran misterio» divino.
La
«novedad» evangélica
24. El texto se
dirige a los esposos, como mujeres y hombres concretos, y les recuerda el
«ethos» del amor esponsal que se remonta a la institución divina del matrimonio
desde el «principio». A la verdad de esta institución responde la exhortación
«maridos, amad a vuestras mujeres», amadlas como exigencia de esa unión especial
y única, mediante la cual el hombre y la mujer llegan a ser «una sola carne» en
el matrimonio (Gén 2, 24; Ef 5, 31). En este amor se da una afirmación
fundamental de la mujer como persona, una afirmación gracias a la cual la
personalidad femenina puede desarrollarse y enriquecerse plenamente. Así actúa
Cristo como esposo de la Iglesia, deseando que ella sea «resplandeciente, sin
mancha ni arruga» (Ef 5, 27). Se puede decir que aquí se recoge plenamente todo
lo que constituye «el estilo» de Cristo al tratar a la mujer. El marido tendría
que hacer suyos los elementos de este estilo con su esposa; y, de modo análogo,
debería hacerlo el hombre, en cualquier situación, con la mujer. De esta manera
ambos, mujer y hombre, realizan el «don sincero de sí
mismos».
El autor
de la Carta a los Efesios no ve ninguna contradicción entre una exhortación
formulada de esta manera y la constatación de que «las mujeres (estén sumisas) a
sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer» (5, 22-23a).
El autor sabe que este planteamiento, tan profundamente arraigado en la
costumbre y en la tradición religiosa de su tiempo, ha de entenderse y
realizarse de un modo nuevo: como una «sumisión recíproca en el temor de Cristo»
(cf. Ef 5, 21), tanto más que al marido se le llama «cabeza» de la mujer, como
Cristo es cabeza de la Iglesia, y lo es para entregarse «a sí mismo por ella»
(Ef 5, 25), e incluso para dar la propia vida por ella. Pero mientras que en la
relación Cristo-Iglesia la sumisión es sólo de la Iglesia, en la relación
marido-mujer la «sumisión» no es unilateral, sino
recíproca.
En
relación a lo «antiguo», esto es evidentemente «nuevo»: es la novedad
evangélica. Encontramos diversos
textos en los cuales los escritos apostólicos expresan esta novedad, si bien en
ellos se percibe aún lo «antiguo», es decir, lo que está enraizado en la
tradición religiosa de Israel, en su modo de comprender y de explicar los textos
sagrados, como por ejemplo el del Génesis (c. 2).(49)
Las
cartas apostólicas van dirigidas a personas que viven en un ambiente con el
mismo modo de pensar y de actuar. La «novedad» de Cristo es un hecho; constituye
el inequivocable contenido del mensaje evangélico y es fruto de la redención.
Pero al mismo tiempo, la convicción de que en el matrimonio se da la «recíproca
sumisión de los esposos en el temor de Cristo» y no solamente la «sumisión» de
la mujer al marido, ha de abrirse camino gradualmente en los corazones, en las
conciencias, en el comportamiento, en las costumbres. Se trata de una llamada
que, desde entonces, no cesa de apremiar a las generaciones que se han ido
sucediendo, una llamada que los hombres deben acoger siempre de nuevo. El
Apóstol escribió no solamente que: «En Jesucristo (...) no hay ya hombre ni
mujer», sino también «no hay esclavo ni libre». Y sin embargo ¡cuántas
generaciones han sido necesarias para que, en la historia de la humanidad, este
principio se llevara a la práctica con la abolición de la esclavitud! Y ¿qué
decir de tantas formas de esclavitud a las que están sometidos hombres y
pueblos, y que todavía no han desaparecido de la escena de la
historia?
Pero el
desafío del «ethos» de la redención es claro y definitivo. Todas las razones en
favor de la «sumisión» de la mujer al hombre en el matrimonio se deben
interpretar en el sentido de una sumisión recíproca de ambos en el «temor de
Cristo». La medida de un verdadero amor esponsal encuentra su fuente más
profunda en Cristo, que es el Esposo de la Iglesia, su
Esposa.
La
dimensión simbólica del «gran misterio»
25. En el texto de la
Carta a los Efesios encontramos una segunda dimensión de la analogía que en su
conjunto debe servir para revelar «el gran misterio». Se trata de una dimensión
simbólica. Si el amor de Dios hacia el hombre, hacia el pueblo elegido, Israel,
es presentado por los profetas como el amor del esposo a la esposa, tal analogía
expresa la condición «esponsal» y el carácter divino y no humano del amor de
Dios: «Tu esposo es tu Hacedor (...), Dios de toda la tierra se llama» (Is 54,
5). Lo mismo podemos decir del amor esponsal de Cristo redentor: «Porque tanto
amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). Se trata, por
consiguiente, del amor de Dios expresado mediante la redención realizada por
Cristo. Según la carta paulina, este amor es «semejante» al amor esponsal de los
esposos pero naturalmente no es «igual». La analogía, en efecto, implica una
semejanza, pero deja un margen adecuado de no-semejanza.
Lo
anterior se pone fácilmente de manifiesto si consideramos la figura de la
«esposa». Según la Carta a los
Efesios la esposa es la Iglesia, lo mismo que para los profetas la esposa era
Israel; se trata, por consiguiente, de un sujeto colectivo y no de una persona
singular. Este sujeto colectivo es el pueblo de Dios, es decir, una comunidad
compuesta por muchas personas, tanto mujeres como hombres. «Cristo ha amado a la
Iglesia» precisamente como comunidad, como Pueblo de Dios; y, al mismo tiempo,
en esta Iglesia, que en el mismo texto es llamada también su «cuerpo» (cf. Ef 5,
23), él ha amado a cada persona singularmente. En efecto, Cristo ha redimido a
todos sin excepción, a cada hombre y a cada mujer. En la redención se manifiesta
precisamente este amor de Dios y llega a su cumplimiento el carácter esponsal de
este amor en la historia del hombre y del mundo.
Cristo
entró en esta historia y permanece en ella como el Esposo que «se ha dado a sí
mismo». «Darse» quiere decir «convertirse en un don sincero» del modo más
completo y radical: «Nadie tiene mayor amor» (Jn 15, 13). En esta concepción,
por medio de la Iglesia, todos los seres humanos —hombres y mujeres— están
llamados a ser la «Esposa» de Cristo, redentor del mundo. De este modo «ser
esposa» y, por consiguiente, lo «femenino», se convierte en símbolo de todo lo
«humano», según las palabras de Pablo: «Ya no hay hombre ni mujer, ya que todos
vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 28).
Desde el
punto de vista lingüístico se puede decir que la analogía del amor esponsal
según la Carta a los Efesios relaciona lo «masculino» con lo «femenino», dado
que, como miembros de la Iglesia, también los hombres están incluidos en el
concepto de «Esposa». Y esto no puede causar asombro, pues el Apóstol, para
expresar su misión en Cristo y en la Iglesia, habla de sus «hijos por quienes
sufre dolores de parto» (cf. Gál 4,
19). En el ámbito de lo que es humano, es decir, de lo que es humanamente
personal, la «masculinidad» y la «femineidad» se distinguen y, a la vez, se
completan y se explican mutuamente. Esto se constata también en la gran analogía
de la «Esposa», en la Carta a los Efesios. En la Iglesia cada ser humano —hombre
y mujer— es la «Esposa», en cuanto recibe el amor de Cristo Redentor como un don
y también en cuanto intenta corresponder con el don de la propia
persona.
Cristo
es el Esposo. De esta manera se expresa la verdad sobre el amor de Dios, «que ha
amado primero» (cf. 1 Jn 4, 19) y que, con el don que engendra este amor
esponsal al hombre, ha superado todas las expectativas humanas: «Amó hasta el
extremo» (Jn 13, 1). El Esposo —el Hijo consubstancial al Padre en cuanto
Dios—se ha convertido en el hijo de María, «hijo del hombre», verdadero hombre,
varón. El símbolo del Esposo es de género masculino. En este símbolo masculino
está representado el carácter humano del amor con el cual Dios ha expresado su
amor divino a Israel, a la Iglesia, a todos los hombres. Meditando todo lo que
los Evangelios dicen sobre la actitud de Cristo hacia las mujeres, podemos
concluir que como hombre —hijo de Israel— reveló la dignidad de las «hijas de
Abraham» (cf. Lc 13, 16), la dignidad que la mujer posee desde el «principio»
igual que el hombre. Al mismo tiempo, Cristo puso de relieve toda la
originalidad que distingue a la mujer del hombre, toda la riqueza que le fue
otorgada a ella en el misterio de la creación. En la actitud de Cristo hacia la
mujer se encuentra realizado de modo ejemplar lo que el texto de la Carta a los
Efesios expresa mediante el concepto de «esposo». Precisamente porque el amor divino de
Cristo es amor de Esposo, este amor es paradigma y ejemplo para todo amor
humano, en particular para el amor del varón.
La
Eucaristía
26. En el vasto
trasfondo del «gran misterio», que se expresa en la relación esponsal entre
Cristo y la Iglesia, es posible también comprender de modo adecuado el hecho de
la llamada de los «Doce». Cristo, llamando como apóstoles suyos sólo a hombres,
lo hizo de un modo totalmente libre y soberano. Y lo hizo con la misma libertad
con que en todo su comportamiento puso en evidencia la dignidad y la vocación de
la mujer, sin amoldarse al uso dominante y a la tradición avalada por la
legislación de su tiempo. Por lo tanto, la hipótesis de que haya llamado como
apóstoles a unos hombres, siguiendo la mentalidad difundida en su tiempo, no
refleja completamente el modo de obrar de Cristo. «Maestro, sabemos que eres
veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza..., porque no miras la
condición de las personas» (Mt 22, 16). Estas palabras caracterizan plenamente
el comportamiento de Jesús de Nazaret, en esto se encuentra también una
explicación a la llamada de los «Doce». Todos ellos estaban con Cristo durante
la última Cena y sólo ellos recibieron el mandato sacramental: «Haced esto en
memoria mía» (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24), que está unido a la institución de la
Eucaristía. Ellos, la tarde del día de la resurrección, recibieron el Espíritu
Santo para perdonar los pecados: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,
23).
Nos
encontramos en el centro mismo del Misterio pascual, que revela hasta el fondo
el amor esponsal de Dios. Cristo es el Esposo, porque «se ha entregado a sí
mismo»: su cuerpo ha sido «dado», su sangre ha sido «derramada» (cf. Lc 22,
19-20). De este modo «amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). El «don sincero»,
contenido en el sacrificio de la Cruz, hace resaltar de manera definitiva el
sentido esponsal del amor de Dios.
Cristo es el Esposo de la Iglesia, como Redentor del mundo. La Eucaristía
es el sacramento de nuestra redención. Es el sacramento del Esposo, de la
Esposa. La Eucaristía hace presente y realiza de nuevo, de modo sacramental, el
acto redentor de Cristo, que «crea» la Iglesia, su cuerpo. Cristo está unido a
este «cuerpo», como el esposo a la esposa. Todo esto está contenido en la Carta
a los Efesios. En este «gran misterio» de Cristo y de la Iglesia se introduce la
perenne «unidad de los dos», constituida desde el «principio» entre el hombre y
la mujer.
Si
Cristo, al instituir la Eucaristía, la ha unido de una manera tan explícita al
servicio sacerdotal de los apóstoles, es lícito pensar que de este modo deseaba
expresar la relación entre el hombre y la mujer, entre lo que es «femenino» y lo
que es «masculino», querida por Dios, tanto en el misterio de la creación como
en el de la redención. Ante todo en la Eucaristía se expresa de modo sacramental
el acto redentor de Cristo Esposo en relación con la Iglesia Esposa. Esto se
hace transparente y unívoco cuando el servicio sacramental de la Eucaristía —en
la que el sacerdote actúa «in persona Christi»— es realizado por el hombre. Esta
es una explicación que confìrma la enseñanza de la Declaración Inter
insigniores, publicada por disposición de Pablo VI, para responder a la
interpelación sobre la cuestión de la admisión de las mujeres al sacerdocio
ministerial.(50)
El don
de la Esposa
27. El Concilio
Vaticano II ha renovado en la Iglesia la conciencia de la universalidad del
sacerdocio. En la Nueva Alianza hay un solo sacrificio y un solo sacerdote:
Cristo. De este único sacerdocio
participan todos los bautizados, ya sean hombres o mujeres, en cuanto deben
«ofrecerse a sí mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios» (cf. Rom
12, 1), dar en todo lugar testimonio de Cristo y dar razón de su esperanza en la
vida eterna a quien lo pida (cf. 1 Ped 3, 15).(51) La participación universal en
el sacrificio de Cristo, con el que el Redentor ha ofrecido al Padre el mundo
entero y, en particular, la humanidad, hace que todos en la Iglesia constituyan
«un reino de sacerdotes» (Ap 5, 10; cf. 1 Ped 2, 9), esto es, que participen no
solamente en la misión sacerdotal, sino también en la misión profética y real de
Cristo Mesías. Esta participación determina, además, la unión orgánica de la
Iglesia, como Pueblo de Dios, con Cristo. Con ella se expresa a la vez el «gran
misterio» de la Carta a los Efesios: la Esposa unida a su Esposo; unida, porque
vive su vida; unida, porque participa de su triple misión («tria munera
Christi»); unida de tal manera que responda con un «don sincero» de sí al
inefable don del amor del Esposo, Redentor del mundo. Esto concierne a todos en
la Iglesia, tanto a las mujeres como a los hombres, y concierne obviamente
también a aquellos que participan del «sacerdocio ministerial»,(52) que tiene el
carácter de servicio. En el ámbito del «gran misterio» de Cristo y de la Iglesia
todos están llamados a responder —como una esposa— con el don de la vida al don
inefable del amor de Cristo, el cual, como Redentor del mundo, es el único
Esposo de la Iglesia. En el «sacerdocio real», que es universal, se expresa a la
vez el don de la Esposa.
Esto
tiene una importancia fundamental para entender la Iglesia misma en su esencia,
evitando trasladar a la Iglesia —incluso en su ser una «institución» compuesta
por hombres y mujeres insertos en la historia— criterios de comprensión y de
juicio que no afecten a su naturaleza. Aunque la Iglesia posee una estructura
«jerárquica»,(53) sin embargo esta estructura está ordenada totalmente a la
santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo. La santidad, por otra
parte, se mide según el «gran misterio», en el que la Esposa responde con el don
del amor al don del Esposo, y lo hace «en el Espíritu Santo», porque «el amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha
sido dado» (Rom 5, 5). El Concilio Vaticano II, confirmando la enseñanza de toda
la tradición, ha recordado que en la jerarquía de la santidad precisamente la
«mujer», María de Nazaret, es «figura» de la Iglesia. Ella «precede» a todos en
el camino de la santidad; en su persona la «Iglesia ha alcanzado ya la
perfección con la que existe inmaculada y sin mancha» (cf. Ef 5, 27).(54) En
este sentido se puede decir que la Iglesia es, a la vez, «mariana» y
«apostólico-petrina».(55)
En la
historia de la Iglesia, desde los primeros tiempos, había, junto a los hombres,
numerosas mujeres, para quienes la respuesta de la Esposa al amor redentor del
Esposo adquiría plena fuerza expresiva. En primer lugar, vemos a aquellas
mujeres que personalmente se habían encontrado con Cristo y le habían seguido, y
después de su partida «eran asiduas en la oración» juntamente con los Apóstoles
en el cenáculo de Jerusalén hasta el día de Pentecostés. Aquel día, el Espíritu
Santo habló por medio de «hijos e hijas» del Pueblo de Dios cumpliéndose así el
anuncio del profeta Joel (cf. Act 2, 17). Aquellas mujeres, y después otras,
tuvieron una parte activa e importante en la vida de la Iglesia primitiva, en la
edificación de la primera comunidad desde los cimientos —así como de las
comunidades sucesivas— mediante los propios carismas y con su servicio
multiforme. Los escritos apostólicos anotan sus nombres, como Febe, «diaconisa
de Cencreas» (cf. Rom 16, 1), Prisca con su marido Aquila (cf. 2 Tim 4, 19),
Evodia y Síntique (cf. Fil 4, 2), María, Trifena, Pérside, Trifosa (cf. Rom 16,
6. 12). El Apóstol habla de los «trabajos» de ellas por Cristo, y estos trabajos
indican el servicio apostólico de la Iglesia en varios campos, comenzando por la
«iglesia doméstica»; es aquí, en efecto, donde la «fe sencilla» pasa de la madre
a los hijos y a los nietos, como se verificó en casa de Timoteo (cf. 2 Tim 1,
5).
Lo mismo
se repite en el curso de los siglos, generación tras generación, como lo
demuestra la historia de la Iglesia. En efecto, la Iglesia defendiendo la
dignidad de la mujer y su vocación ha mostrado honor y gratitud para aquellas
que —fieles al Evangelio— han participado en todo tiempo en la misión apostólica
del Pueblo de Dios. Se trata de santas mártires, de vírgenes, de madres de
familia, que valientemente han dado testimonio de su fe, y que educando a los
propios hijos en el espíritu del Evangelio han transmitido la fe y la tradición
de la Iglesia.
En cada
época y en cada país encontramos numerosas mujeres «perfectas» (cf. Prov 31, 10)
que, a pesar de las persecuciones, dificultades o discriminaciones, han
participado en la misión de la Iglesia. Basta mencionar a Mónica, madre de
Agustín, Macrina, Olga de Kiev, Matilde de Toscana, Eduvigis de Silesia y
Eduvigis de Cracovia, Isabel de Turingia, Brígida de Suecia, Juana de Arco, Rosa
de Lima, Elizabeth Seton y Mary Ward.
El
testimonio y las obras de mujeres cristianas han incidido significativamente
tanto en la vida de la Iglesia como en la sociedad. También ante graves
discriminaciones sociales las mujeres santas han actuado «con libertad»,
fortalecidas por su unión con Cristo. Una unión y libertad radicada así en Dios
explica, por ejemplo, la gran obra de Santa Catalina de Siena en la vida de la
Iglesia, y de Santa Teresa de Jesús en la vida monástica.
También
en nuestros días la Iglesia no cesa de enriquecerse con el testimonio de tantas
mujeres que realizan su vocación a la santidad.
Las
mujeres santas son una encarnación del ideal femenino, pero son también un
modelo para todos los cristianos, un modelo de la «sequela Christi» —seguimiento
de Cristo—, un ejemplo de cómo la Esposa ha de responder con amor al amor del
Esposo.
VIII
LA MAYOR
ES LA CARIDAD
Ante los
cambios
28. «Cree la Iglesia
que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por
el Espíritu Santo, a fin de que pueda responder a su máxima vocación».(56) Estas
palabras de la Constitución conciliar Gaudium et spes las podemos aplicar al
tema de la presente reflexión. La llamada particular a la dignidad de la mujer y
a su vocación, propia de los tiempos en los que vivimos, puede y debe ser
acogida con la «luz y fuerza» que el Espíritu da generosamente al hombre,
también al hombre de nuestra época, tan rica de múltiples transformaciones. La
Iglesia «cree que la clave, el centro y el fin» del hombre, así como «de toda la
historia humana se halla en su Señor y Maestro» y afirma que «bajo la superficie
de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en
Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre».(57)
Con
estas palabras la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual nos indica el
camino a seguir al asumir las tareas relativas a la dignidad de la mujer y a su
vocación, bajo el trasfondo de los cambios significativos de nuestra época.
Podemos afrontar tales cambios de modo correcto y adecuado solamente si volvemos
de nuevo a la base que se encuentra en Cristo, aquellas verdades y aquellos
valores «inmutables» de los que él mismo es «Testigo fiel» (cf. Ap 1, 5) y
Maestro. Un modo diverso de actuar conduciría a resultados dudosos, por no decir
erróneos y falaces.
La
dignidad de la mujer y el orden del amor
29. El texto
anteriormente citado de la Carta a los Efesios (5, 21-33), donde la relación
entre Cristo y la Iglesia es presentada como el vínculo entre el Esposo y la
Esposa, se refiere también a la institución del matrimonio según las palabras
del Libro del Génesis (cf. 2, 24). El mismo texto une la verdad sobre el
matrimonio, como sacramento primordial, con la creación del hombre y de la mujer
a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1, 27; 5, 1). Con la significativa
comparación contenida en la Carta a los Efesios adquiere plena claridad lo que
determina la dignidad de la mujer tanto a los ojos de Dios —Creador y Redentor—
como a los ojos del hombre, varón y mujer. Sobre el fundamento del designio
eterno de Dios, la mujer es aquella en quien el orden del amor en el mundo
creado de las personas halla un terreno para su primera raíz. El orden del amor
pertenece a la vida íntima de Dios mismo, a la vida trinitaria. En la vida
íntima de Dios, el Espíritu Santo es la hipóstasis personal del amor. Mediante el Espíritu, Don increado, el
amor se convierte en un don para las personas creadas. El amor, que viene de
Dios, se comunica a las criaturas: «El amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,
5).
La
llamada a la existencia de la mujer al lado del hombre —«una ayuda adecuada»
(Gén 2, 18)— en la «unidad de los dos» ofrece en el mundo visible de las
criaturas condiciones particulares para que «el amor de Dios se derrame en los
corazones» de los seres creados a su imagen. Si el autor de la Carta a los
Efesios llama a Cristo Esposo y a la Iglesia Esposa, confirma indirectamente
mediante esta analogía la verdad sobre la mujer como esposa. El Esposo es el que
ama. La Esposa es amada; es la que recibe el amor, para amar a su
vez.
El texto
del Génesis —leído a la luz del símbolo esponsal de la Carta a los Efesios—nos
permite intuir una verdad que parece decidir de modo esencial la cuestión de la
dignidad de la mujer y, a continuación, la de su vocación: la dignidad de la
mujer es medida en razón del amor, que es esencialmente orden de justicia y
caridad.(58)
Sólo la
persona puede amar y sólo la persona puede ser amada. Esta es ante todo una
afirmación de naturaleza ontológica, de la que surge una afirmación de
naturaleza ética. El amor es una
exigencia ontológica y ética de la persona. La persona debe ser amada ya que
sólo el amor corresponde a lo que es la persona. Así se explica el mandamiento
del amor, conocido ya en el Antiguo Testamento (cf. Dt 6, 5; Lev 19, 18) y
puesto por Cristo en el centro mismo del «ethos» evangélico (cf. Mt 22,
36-40;
Mc 12,
28-34). De este modo se explica también aquel primado del amor expresado por las
palabras de Pablo en la Carta a los Corintios: «La mayor es la caridad»
(cf. 1 Cor 13,
13).
Si no
recurrimos a este orden y a este primado no se puede dar una respuesta completa
y adecuada a la cuestión sobre la dignidad de la mujer y su vocación. Cuando afirmamos que la mujer es la que
recibe amor para amar a su vez, no expresamos sólo o sobre todo la específica
relación esponsal del matrimonio.
Expresamos algo más universal, basado sobre el hecho mismo de ser mujer
en el conjunto de las relaciones interpersonales, que de modo diverso
estructuran la convivencia y la colaboración entre las personas, hombres y
mujeres. En este contexto amplio y diversificado la mujer representa un valor
particular como persona humana y, al mismo tiempo, como aquella persona
concreta, por el hecho de su femineidad. Esto se refiere a todas y cada una de
las mujeres, independientemente del contexto cultural en el que vive cada una y
de sus características espirituales, psíquicas y corporales, como, por ejemplo,
la edad, la instrucción, la salud, el trabajo, la condición de casada o
soltera.
El texto
de la Carta a los Efesios que analizamos nos permite pensar en una especie de
«profetismo» particular de la mujer en su femineidad. La analogía del Esposo y
de la Esposa habla del amor con el que todo hombre es amado por Dios en Cristo,
es decir, todo hombre y toda mujer. Sin embargo, en el contexto de la analogía
bíblica y en base a la lógica interior del texto, es precisamente la mujer la
que manifiesta a todos esta verdad: ser esposa. Esta característica «profética»
de la mujer en su femineidad halla su más alta expresión en la Virgen Madre de
Dios. Respecto a ella se pone de relieve, de modo pleno y directo, el íntimo
unirse del orden del amor —que entra en el ámbito del mundo de las personas
humanas a través de una Mujer—con el Espíritu Santo. María escucha en la
Anunciación: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 1,
35).
Conciencia
de una misión
30. La dignidad de la
mujer se relaciona íntimamente con el amor que recibe por su femineidad y
también con el amor que, a su vez, ella da. Así se confirma la verdad sobre la
persona y sobre el amor. Sobre la verdad de la persona se debe recurrir una vez
más al Concilio Vaticano II: «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios
ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la
entrega sincera de sí mismo a los demás».(59) Esto se refiere a todo hombre,
como persona creada a imagen de Dios, ya sea hombre o mujer. La afirmación de
naturaleza ontológica contenida aquí indica también la dimensión ética de la
vocación de la persona. La mujer no puede encontrarse a sí misma si no es dando
amor a los demás.
Desde el
«principio» la mujer, al igual que el hombre, ha sido creada y «puesta» por Dios
precisamente en este orden del amor. El pecado de los orígenes no ha anulado
este orden, no lo ha cancelado de modo irreversible; lo prueban las palabras
bíblicas del Protoevangelio (cf. Gén 3, 15). En la presente reflexión hemos
señalado el puesto singular de la «mujer» en este texto clave de la Revelación.
Es preciso manifestar también cómo la misma mujer, que llega a ser «paradigma»
bíblico, se halla asimismo en la perspectiva escatológica del mundo y del hombre
expresada por el Apocalipsis.(60) Es «una Mujer, vestida del sol, con la luna
bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12, 1). Se
podría decir: una mujer a la medida del cosmos, a la medida de toda la obra de
la creación. Al mismo tiempo sufre «con los dolores del parto y con el tormento
de dar a luz» (Ap 12, 2), como Eva «madre de todos los vivientes» (Gén 3, 20).
Sufre también porque «delante de la mujer que está para dar a luz» (cf. Ap 12,
4) se pone «el gran dragón, la serpiente antigua» (Ap 12, 9), conocida ya por el
Protoevangelio: el Maligno, «padre de la mentira» y del pecado (cf. Jn 8, 44).
Pues la «serpiente antigua» quiere devorar «al niño». Si vemos en este texto el
reflejo del evangelio de la infancia (cf. Mt 2, 13. 16) podemos pensar que en el
paradigma bíblico de la «mujer» se encuadra, desde el inicio hasta el final de
la historia, la lucha contra el mal y contra el Maligno. Es también la lucha a
favor del hombre, de su verdadero bien, de su salvación. ¿No quiere decir la
Biblia que precisamente en la «mujer», Eva-María, la historia constata una
dramática lucha por cada hombre, la lucha por su fundamental «sí» o «no» a Dios
y a su designio eterno sobre el hombre?
Si la
dignidad de la mujer testimonia el amor, que ella recibe para amar a su vez, el
paradigma bíblico de la «mujer» parece desvelar también cuál es el verdadero
orden del amor que constituye la vocación de la mujer misma. Se trata aquí de la
vocación en su significado fundamental, —podríamos decir universal— que se
concreta y se expresa después en las múltiples «vocaciones» de la mujer, tanto
en la Iglesia como en el mundo.
La
fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que
Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano.
Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo,
esta entrega se refiere especialmente a la mujer —sobre todo en razón de su
femineidad— y ello decide principalmente su vocación.
Tomando
pie de esta conciencia y de esta entrega, la fuerza moral de la mujer se expresa
en numerosas figuras femeninas del Antiguo Testamento, del tiempo de Cristo, y
de las épocas posteriores hasta nuestros días.
La mujer
es fuerte por la conciencia de esta entrega, es fuerte por el hecho de que Dios
«le confía el hombre», siempre y en cualquier caso, incluso en las condiciones
de discriminación social en la que pueda encontrarse. Esta conciencia y esta
vocación fundamental hablan a la mujer de la dignidad que recibe de parte de
Dios mismo, y todo ello la hace «fuerte» y la reafirma en su vocación. De este
modo, la «mujer perfecta» (cf. Prov 31, 10) se convierte en un apoyo
insustituible y en una fuente de fuerza espiritual para los demás, que perciben
la gran energía de su espíritu. A estas «mujeres perfectas» deben mucho sus
familias y, a veces, también las Naciones.
En
nuestros días los éxitos de la ciencia y de la técnica permiten alcanzar de modo
hasta ahora desconocido un grado de bienestar material que, mientras favorece a
algunos, conduce a otros a la marginación. De ese modo, este progreso unilateral
puede llevar también a una gradual pérdida de la sensibilidad por el hombre, por
todo aquello que es esencialmente humano. En este sentido, sobre todo el momento
presente espera la manifestación de aquel «genio» de la mujer, que asegure en
toda circunstancia la sensibilidad por el hombre, por el hecho de que es ser
humano. Y porque «la mayor es la caridad» (1 Cor 13, 13).
Así
pues, una atenta lectura del paradigma bíblico de la «mujer» —desde el Libro del
Génesis hasta el Apocalipsis— nos confirma en que consisten la dignidad y la
vocación de la mujer y todo lo que en ella es inmutable y no pierde vigencia,
poniendo «su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para
siempre».(61) Si el hombre es confiado de modo particular por Dios a la mujer,
¿no significa esto tal vez que Cristo espera de ella la realización de aquel
«sacerdocio real»(1 Ped 2, 9) que es la riqueza dada por Él a los hombres?
Cristo, sumo y único sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, y Esposo de la
Iglesia, no deja de someter esta misma herencia al Padre mediante el Espíritu
Santo, para que Dios sea «todo en todos» (1 Cor 15,
28).(62)
Entonces
se cumplirá definitivamente la verdad de que «la mayor es la caridad» (1 Cor 13,
13).
IX
CONCLUSIÓN
«Si
conocieras el don de Dios»
31. «Si conocieras el
don de Dios» (Jn 4, 10), dice Jesús a la samaritana en el transcurso de uno de
aquellos admirables coloquios que muestran la gran estima que Cristo tiene por
la dignidad de la mujer y por la vocación que le permite tomar parte en su
misión mesiánica.
La
presente reflexión, que llega ahora a su fin, está orientada a reconocer desde
el interior del «don de Dios» lo que Él, creador y redentor, confía a la mujer,
a toda mujer. En el Espíritu de Cristo ella puede descubrir el significado pleno
de su femineidad y, de esta manera, disponerse al «don sincero de sí misma» a
los demás, y de este modo encontrarse a sí misma.
En el
Año Mariano la Iglesia desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el
«misterio de la mujer» y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna
de su dignidad femenina, por las «maravillas de Dios», que en la historia de la
humanidad se han cumplido en ella y por medio de ella. En definitiva, ¿no se ha
obrado en ella y por medio de ella lo más grande que existe en la historia del
hombre sobre la tierra, es decir, el acontecimiento de que Dios mismo se ha
hecho hombre?
La
Iglesia, por consiguiente, da gracias por todas las mujeres y por cada una: por
las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la
virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que
esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser
humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana;
por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una
gran responsabilidad social; por las mujeres «perfectas» y por las mujeres
«débiles». Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la
belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su amor
eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es «la
patria» de la familia humana, que a veces se transforma en «un valle de
lágrimas». Tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común
por el destino de la humanidad, en las necesidades de cada día y según aquel
destino definitivo que los seres humanos tienen en Dios mismo, en el seno de la
Trinidad inefable.
La
Iglesia expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del «genio»
femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y de las
naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las
mujeres en la historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su
fe, esperanza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos de santidad
femenina.
La
Iglesia pide, al mismo tiempo, que estas inestimables «manifestaciones del
Espíritu» (cf. 1 Cor 12, 4 ss.), que con grande generosidad han sido dadas a las
«hijas» de la Jerusalén eterna, sean reconocidas debidamente, valorizadas, para
que redunden en común beneficio de la Iglesia y de la humanidad, especialmente
en nuestros días. Al meditar sobre el misterio bíblico de la «mujer», la Iglesia
ora para que todas las mujeres se hallen de nuevo a sí mismas en este misterio y
hallen su «vocación suprema».
Que
María, que «precede a toda la Iglesia en el camino de la fe, de la caridad y de
la perfecta unión con Cristo»,(63) nos obtenga también este «fruto» en el Año
que le hemos dedicado, en el umbral del tercer milenio de la venida de
Cristo.
Con
estos deseos imparto a todos los fieles y, de modo especial, a las mujeres,
hermanas en Cristo, la Bendición Apostólica.
Dado en
Roma, junto a San Pedro, el día 15 de agosto, solemnidad de la Asunción de la
Virgen María, del año 1988, décimo de mi
Pontificado.